Teatro de títeres
CELIA
Celia parece ansiosa por mostrarme el libro que está escribiendo. Habla como si fuese algo muy importante. No sé cómo lo hace, sigue, me irrita, me cansa, ya quiero verlo.
Nos invita a visitarla a la vieja casona al norte de Tel Aviv en donde vive con su bebita Corona y dos perras ya viejas. Una es enorme y miedosa y duerme sobre una cama a la entrada de la casa. La otra es pequeñita y está siempre malhumorada. Una habitación sirve de oficina de seguros a Hugo, el padre de Corona y compañero de Celia. Hugo está casado con otra mujer y tiene hijos de quince, trece y diez años. De día trabaja en la casa de Celia y al anochecer vuelve a la suya. Su esposa, dice Celia, no sabe nada.
Me da el manuscrito sin muchas ganas. Se trata indudablemente de la historia de su vida. La escritura es densa, casi ininteligible, con una ristra de observaciones, números, flechas, pero sin correcciones ni tachaduras. Como si el relato hubiera sido escrito de una sola vez, en un impulso único y sin relecturas. Me está pidiendo que lea esto.
A través de los obstáculos que involuntariamente puso Celia para impedir que un extraño leyera su texto – abreviaturas inverosímiles, ganchos amplios y molestos, una puntuación exagerada y un sistema desconocido de corrección de pruebas , observo que por algún motivo mezcló hojas de distinto tipo. Dice que quiso que uno comenzase de vuelta la lectura en cada hoja. Aunque la observación no aclara mucho, Celia se apodera del manojo y lee en voz alta. Nos callamos y escuchamos. Pero ella interrumpe aún en el primer capítulo cuando Corona, que no había dejado de berrear desde que entramos, exige finalmente su atención sin más aplazamientos.
– Me gustaría mucho leer por mí mismo tu manuscrito – le digo entonces – o al menos intentarlo.
Hay quienes les alcanza con que otro – una sola persona sobre la faz de la tierra a la que eligen cuidadosamente – lea su obra. Y como no quieren deberle a su único lector nada, lo maltratan, lo denigran, desarrollan contra él odio, al tiempo que los acomete el temor de ser plagiados, citados, atrapados en un cuento del otro, tomados como material literario en la mente de quien, muy a pesar de él mismo, se resignó – sin más protestas que un evasivo “no tengo mucho tiempo” – a pasar sus ojos por encima de aquella mercadería y después a buscar las palabras apropiadas que parezcan ser crítica literaria, analizando con voz lisonjera y melosa algo que no creen que merezca ser criticado.
Pero esta vez el texto había disipado mi frivolidad y despertado mi interés. Yo intuía como a través de una pared impenetrable detrás de la cual solamente yo podía ver – intuía como mirándolo dentro de un espejo, como viéndolo flotar pesadamente dentro de la taza de café negro y sin azúcar que nos había servido y que no se enfriaba – conjeturaba yo que aquel libro aparentemente inservible encerraba valioso material literario: una vida que valía la pena explorar, una fuente de emociones, un pretexto para mi cerebro agotado y medio enfermo de tanta soledad y tan poco misterio.
Le pido entonces otra vez el texto para llevármelo a mi casa.
Celia me mira, no dice nada, pone el manuscrito entre unos papeles de su escritorio y desaparece de la sala para atender a Corona. Mi mujer la sigue, manteniéndola ocupada y distraída. Extraigo el montón de papeles de su envoltorio, lo introduzco entre el pecho y la camiseta y ante la mirada de los dos canes, me voy.
REBECA
José Itzkovich, el papá de Celia, que nació en Mercedes, se había divorciado dos veces hasta encontrar a quien sería la madre de Celia. La primera vez se casó con Lucía. El era mujeriego, conquistador, un hombre brillante y atractivo. Ella lo esperaba paciente en casa todos los días hasta que una vez él volvió demasiado temprano y la sorprendió con otro. Borró a Lucía de su memoria y durante más de veinte años, Celia ignoró la existencia de aquel matrimonio. Después, por despecho, Itzkovich se casó con una mujer dulce, rica y terriblemente gorda, al punto que no pudo acostarse con ella ni ceñirle la cintura al encaramarla a sus rodillas: se desplomó estrepitosamente al suelo tanto su humanidad como el matrimonio. El accidente fue aceptado por un juzgado improvisado de los alrededores como razón válida para la separación de bienes y destinos, de resultas de la cual el hombre quedó en poder de un pequeño capital que le posibilitó abrir una juguetería en Montevideo.
Esta mujer siguió enamorada de él muchos años después del divorcio y Celia la conocería un día, gorda, vieja y dulcísima en casa de una tía; la mujer la besuqueo pegajosa y lloró como una loca al descubrir que Celia era la hija de su amado José.
Teresa, la madre de Celia, casi había sido monja. Cuando su padre, José Amadís Cloé, un ateo anarquista de Cataluña, llegó huyendo de Primo de Rivera, no concibió nada mejor para salvarse del hambre que sufrían los inmigrantes desocupados que casarse con Rebeca, mujer de familia profundamente católica. Tuvieron cinco hijos varones a los que Rebeca envió a las escuelas de los padres franciscanos y jesuitas, mientras José Amadís Cloé creía que sus descendientes concurrían a la escuela nacional de tendencia liberal y nivel francamente bueno. Tiempos lejanos aquellos cuando el padre, erigido en el altar del distanciamiento, el respeto despótico y la ignorancia, difícilmente discernía entre sus hijos con tantos nombres y gritos pelados, y Rebeca de negro, tranquilizándolo, cubierta con un pañuelo bendito que armonizaba con su tez blanquísima, los ojos color Mediterráneo y la levedad de sus miembros, le decía que todo aquello estaba muy bien.
Alentadas por la profunda devoción religiosa de Rebeca, las monjitas de Mercedes iban poniendo el ojo en Teresa – la única hija del matrimonio – y en las propiedades de José Amadís Cloé, quien había ya trocado la bandera negra del anarquismo por la roja de los martilleros y abrazado así el destino de la oscura estirpe de la familia de Rebeca remontada a siglos de actividades comerciales. Las monjitas sugirieron a Rebeca que para obtener el derecho de su hija a ingresar en la Orden, convendría que ella misma se desprendiera de sus bienes terrenales y se los traspasara: joyas y dinero, títulos y propiedades. Rebeca ya estaba persuadida de la necesidad de asegurar la continuidad de su fe en la prole que compartía con un impío y la devota Teresa, bellísima en sus diecisiete años, no dudó un instante en acatar la decisión materna. La taimada transacción se realizó furtivamente sin que José Amadís Cloé se enterara de nada.
Quedó en la ruina. Avisado del descomunal engaño demasiado tarde, en un estallido de cólera prohibió que su hija – convertida en una sombra vestida de negro – pisara el umbral de su casa; desheredó de los restos del antiguo esplendor a sus tres hijos y no dirigió la palabra a su esposa por el resto de la vida: murió diez años después, un Día del Perdón, mientras se defendía a bastonazos de una pareja de cuervos.
La novicia se encargó entonces de comunicar la infausta nueva; con tal fin visitó a uno de sus hermanos, dueño de un comercio de sábanas en el corazón del barrio judío; contiguo a aquel local estaba la juguetería de José Itzkovich.
Entre los dos hombres se había desarrollado una plácida amistad basada en comunes observaciones sobre transeúntes y vecinos, en el recuento de los francamente pocos clientes que visitaban ambos negocios y en la admiración del sabanero por la habilidad de prestidigitador del hebreo.
Itzkovich se encontraba charlando con su vecino cuando Teresa penetró con expresión compungida por la galería del local, dando graciosos brincos encima de los desordenados rollos de tela. Así él la vio por vez primera. Perlada la frente de sudor y como presa de una súbita revelación divina, el comerciante judío se arrodilló delante de la novicia y juntó las manos; ignorante, pidió confesarse como el más humilde penitente y luego lloró amargamente por los años que había perdido hasta el momento de tal trascendental epifanía. Una vez que se enteró de la identidad de Teresa, seria y tierna de labios sensuales y ojos color violeta que miraban levemente bizcos con la serenidad de los justos, Itzkovich anunció emocionado a su vecino:
“En dos meses me caso con ella”.
El hermano se horrorizó por la actitud de Itzkovich, maldijo su mala suerte y lo arrojó de allí agitando una barra de hierro. Era como su padre: orgulloso, fornido y estentóreo y no le faltaba el bigote poblado. Su contrincante, aunque era sigiloso, menudo y de abundante pelo encrespado pajizo, nunca se sentía intimidado, y con el cuerpo vibrante hizo frente a la arremetida del joven Cloé; toda la escena amenazaba con volcarse hacia el pugilato y lo ridículo, cuando Teresa recuperó el aliento y encogiéndose dentro del capuchón para no seguir cruzando sus oJosé con los de José, murmuró:
“Tu papá se ha muerto”.
Exactamente dos meses después, se realizaba una sencilla ceremonia en el registro civil de Mercedes.
La conversión al judaísmo y la celebración en la sinagoga vinieron más tarde, después del nacimiento de Celia, sin dolor ni oposición por parte de Teresa, la que con la misma fuerza de voluntad con que se había preparado para abrazar los votos de castidad y el matrimonio eterno con el Altísimo, aprendió los preceptos del judaísmo de boca de una mujer ruda que no hablaba su idioma. Etérea, pisando el humo de sí misma, obedeciendo lo que le dijeran, Teresa atravesó con su hijita el baño ritual; la esposa del rabino les hacía rezar por tres veces seguidas la misma plegaria hebrea y luego sumergirse siete veces en el agua tibia de una piscina pequeñísima, las palmas bien abiertas, las uñas limpias y los cabellos largos y lacios flotando como albos nenúfares o como los de una frágil ondina. Los tres rabinos de la corte presenciaban el espectáculo de las mujeres desnudas y a ellas les pareció en aquel momento muy natural que así fuera. Quiso ver a su madre.
Pero fue tarde. Al día siguiente del casamiento religioso, desesperadamente abrazada a un crucifijo, Rebeca Benatar de Cloé, pura y digna y justa, se suicidaba ingiriendo una solución de mostaza.
TERESA
Sigo leyendo estas hojas de Celia. O recreando, porque me parece haberlas leido antes. O quizás lo que cuenta me interesa, o lo conozco. Cuando el texto es ininteligible lo completo, o lo imagino, salto al párrafo que le sigue.
Teresa conserva los bellos ojos reveladoresde una sosegada vida interior que le valieron en su juventud la adoración de Itzkovich, las miradas lascivas, curiosas o quizás indiferentes de los rabinos y las de muchos otros hombres. Es reflexiva, tranquila, sin cuestionamientos ni tortuosidades. Sus rasgos son morenos, tallados suavemente, hueso por hueso, por milenios de paciente selección hacia la belleza; su nariz, respingada al natural y sin intervención quirúrgica. Ajena a los sismos de su entorno, Teresa no cambió su nombre. Vive hoy en los alrededores de Tel-Aviv, en un departamento de una recámara que le recuerda su antigua celda. Celia viene a visitarla los sábados en el automóvil de Hugo, mientras éste se queda en su casa con su esposa y los otros hijos. Corona lloriquea y Celia se pone tensa.
– Déjala llorar que no le hará mal; es puro capricho – le dice la madre, pero Celia abandona la taza de café y abraza a Corona.
– Mi padre era un patán – le dice Celia de pronto y baja sus ojos almendrados. La novicia había cumplido diecisiete años y él más de cuarenta cuando se conocieron. Teresa no tenía el cabello gris de hoy, pero sí el mismo andar libre. Cuando quebró la juguetería, Itzkovich decidió concretar el sueño de toda su vida. Recordó una fiesta de cumpleaños en el pueblito natal, en casa del amiguito rico, José Gervasio. No hubo mago ni películas. Ni siquiera canciones: trajeron un teatro de títeres. Fue una obra maestra, a juicio del niño de ocho años, una historia melancólica y cruel que finalizó con la decapitación de los muñecos, hechos trizas bajo la masa de un escenario que se desplomó, descubriendo la corpulencia del genial titiritero; había tropezado, se caía. Pero para los chicos él había elegido concluir el lagrimoso drama con una magistral entrada a escena exhibiendo lo más ruin del vocabulario artístico, las palabrotas y maldiciones más jugosas que José había escuchado en su vida y por último una sonrisa cómplice con los niños modelo, ejemplares, que se desgañitaban aplaudiendo a rabiar y que culminaron la tarea de destrucción de los muñecos cuyo comienzo tan bien les había señalado el titiritero.
Luego José Gervasio, el rico, desapareció de su vida y el episodio fue borrado de su memoria, desplazado por las preocupaciones inmediatas. Pero ante el fracaso del negocio de los juguetes llegó a la conclusión de que tendría mayor éxito haciendo, no lo que debía, ni lo que le convenía: su destino sería determinado de una vez por todas y la dirección de sus días cobraría firmeza sólo si se dedicaba a hacer lo que más le gustaba, si se lanzara sin temor, a reconstruir los episodios más agradables de su pasado.
Por eso Itzkovich se hizo titiritero de la comunidad judía de Mercedes y llevó de escuela en escuela su espectáculo, “Sobre el judío avispado que logra engañar a los goyim y esconder en la iglesia el pabellón de Israel”.
Salió de gira al interior. De Carhué a Venado Tuerto; de Junín de los Andes a Basavilbaso; de Tunecinos a Victoria. Se hizo construir una carreta-teatro, una carreta escenario, que contenía además de su ropa, dinero y pienso, toda la utilería, los muñecos de trapo y madera y estopa, las telas multicolores con que remedaba los trajes desgarrados de sus héroes, seis o siete bancos de madera, una cruz de madera de olivo, talonarios que le servían de entradas, rifas y carnets identificatorios.
En un pueblito de la provincia – Villa Clara – se trabó en duelo con un grupo de siete policías que había venido a arrestarlo cierta noche, porque se había fugado del hotel en compañía de dos mujeres desconocidas, sin pagar, hecho una cuba. Los muñecos colgaban a los costados de su polvorienta carreta como macabros cuerpos sacrificados ritualmente. Su chirriante y estremecedor paso por las calles desiertas de los pueblos despertaba a los perros que armaban un terrible bochinche. A los policías provinciales desagradó particularmente la muñeca de trapo tamaño natural vestida con los hábitos antiguos de la ex novicia, que Itzkovich llevaba siempre a su lado, meneándose entre las dos mujeres. Lo consideraron una profanación y se le echaron encima todos juntos.
Itzkovich se salvó milagrosamente y que al cabo de muchas correrías retornó a Mercedes. Por supuesto, no encontró a su mujer y a su hija, quienes habían partido a Israel seguras de que había muerto aquel aventurero del pago.
Sin muchas esperanzas José Itzkovich comenzó a seguir el rastro de su familia. No era mucho más lo que le quedaba por hacer. El negocio de los títeres no tenía futuro, decía él, profetizando los albores de la televisión y los programas de procesamiento de datos que casi escriben los cuentos solos. Además las otras mujeres dejaron de interesarle desde el momento en que su esposa, por lo común resignada y sumisa como si siguiese casada con Cristo, había consumado ese acto de rebeldía, no por sus reiteradas infidelidades sino al aprovechar la primera oportunidad para suponer que había muerto. Su mujer era ahora la más deseada del universo.
No tardó mucho en llegar a Buenos Aires y encontrar las oficinas del “Instituto Israel”, en donde pensaba localizar a su familia y emprender el viaje de reunificación con ella. Con tal fin, comenzó a frecuentar la institución. Allí lo atendían unos señores muy serios de la colectividad. Recorría la pesadez de los escritorios, repletos de propaganda multicolor y material informativo. Le entregaban tantos brillantes papelitos que se tuvo que comprar una mochila de cuero, bastante gruesa como para albergar el papelerío, y la traía cada vez que concurría a aquellas oficinas.
Itzjkovich sólo quería llegar a su monjita rebelde y judía y a Celia; lo único que pedía era una dirección para escribirle que no estaba muerto. Que había sobrevivido al malón de los policías gracias a que había agitado unas boleadoras repletas de versículos de los Salmos, grabados pacientemente en las noches en vela cuando las mujeres – con tufo a tabaco y una boca demasiado pequeña para su gusto – finalmente se retiraban de la alcoba para su alivio y él podía copiar las Sagradas Escrituras fielmente en el arma que le salvaría la vida. Quería decirle a Teresa que había pensado incluso en el santo favorito de la ex novicia a quien ella se había negado a olvidar; de las lecciones de judaísmo con la rabina, Teresa había aprendido bastante yídish como para expresarle a su santo veneración en el idioma de los judíos centroeuropeos, y encendía un cirio al lado de las velas del sábado; José Itzkovich la observaba con admiración y la sensación de estar presenciando una de sus propias obras teatrales.
Pero él mismo se encomendó en manos del santo cuando, enarbolando las boleadoras sagradas, defendió la carreta con los títeres colgando por la cabeza como trofeos. Las mujeres con las que había huido del hotel lanzaban salvajes alaridos y festejaban a carcajadas y aplausos su acierto y buena puntería cada vez que las bolas daban en el blanco.
A medida que la seriedad de su propósito de llegar a Israel iba eliminando la resistencia de los funcionarios del “Instituto Israel”, se encontraba con unos jóvenes y entusiastas activistas venidos no se sabe de dónde, que finalmente lo enfrentaron con el emisario oficial del legendario país, un hombre, le decían, que había servido en las organizaciones clandestinas que arrancaron la independencia de Israel de los británicos; una personalidad que había escalado posiciones en el escalafón militar nacional cumpliendo arriesgadísimas tareas del otro lado de la frontera; un personaje que había logrado convertirse en depositario de los más recónditos secretos, en el hombre de confianza de la Ministra, en alguien cuya voz retumbante (y de acento no siempre comprendido), debía siempre ser tomada muy en cuenta en los pasillos del poder en Jerusalén.
Para su asombro era José Gervasio, el otro, el chico rico del cumpleaños, su amigo de la infancia, nacido en el mismo charco de batracios. José S., quien había hebraizado y luego ocultado su apellido obedeciendo a los implacables requerimientos de la identidad israelí asumida y a los servicios de seguridad del legendario estado, el representante máximo, le brindó la respuesta tan deseada, reconfortante para sus inquietudes: la exacta dirección de Teresa.
El hombre ya grande que era Itzkovich se desahogó llorando a sus anchas en las oficinas revestidas de caoba y militarmente organizadas de S. Lloraba no sólo por el abandono de su última mujer y su única hija, ni porque los títeres se habían ido al diablo, sino porque por primera vez en su vida, en el momento de encontrar a José S. encaramado en el elevado pedestal de emisario israelí, se sentía solo como un perro. Lloró por cierto fastidio hacia José S. y por odio a los titiriteros, a los sabaneros y a las mujeres de su vida. Pero como José S. lo abrazó con calidez, Itzkovich se enjugó los ojos y le relató sus andanzas, desde que se habían separado muchos años antes, hasta el momento previo a su ingreso al edificio. Concluyendo, volcó de su mochila y sobre el escritorio los folletos, boletines, revistas, tarjetitas, fotos panorámicas, posters, formularios, cuestionarios, tickets, boletas, billetes, permisos, esquelas, sobres, invitaciones, citas, amonestaciones, advertencias, firmas de escribanos y declaraciones de independencia. S., con su camisa a cuadros, abierta y sin corbata, reconoció inmediatamente que era el papelerío que habían entregado a Itzkovich durante las numerosas entrevistas del Instituto Israel.
A Itzkovich se le ocurrió entonces la idea de quemar todos los papeles recibidos allí. Decidió agregar a ellos sus propios documentos y memorias. ¡Un montón de papelitos en el centro de la habitación, elevándose al cielo alegremente en ligera fogata propicitatoria! ¡Quemar los formularios del Instituto Israel en expiación por sus pecados! Así quizás llegaría más pronto a Celia y a Teresa, montado en la corriente de humo de letras latinas y hebreas, en los rostros rebosantes de felicidad que asomaban en los folletines oficiales de la tierra prometida, al lado de los surcos arados que desaparecían indefectiblemente en el horizonte, en una graciosa perspectiva que le hacía soñar en las tierras de Israel, por lo menos tan extensas como las pampas.
Encendido de entusiasmo, Itzkovich doblegó la oposición de su amigo utilizando todos los artificios de su arte oral. Lo hizo retornar hechizado al pasado común, inventando para José S. secuencias por las que jamás había atravesado, pero también sembrando en él resquemores y grietas y hostilidades hacia los pasillos lejanos del partido en Jerusalén, de donde lo habían exiliado a Buenos Aires sólo para negarle el poder, el ascenso a la secretaría del consejo regional, o a la candidatura al parlamento, o el directorio de alguna de las muchas empresas cooperativas que la institución dominaba.
Lo habían mandado al carajo, se convenció S., y lo único que merecían era el fuego, un escándalo que proclamara y divulgara su retorno, sobre un carruaje alado, a los tejes y manejes de la política nacional.
Borrachos ya de dicha y esperanza, se dedicaron a incinerar varias toneladas de material propagandístico que habían enviado solícitamente desde las oficinas centrales del Instituto Israel. Desgraciadamente, junto con aquellos papeles se quemó para siempre toda la documentación secreta del plan Andinia, los muebles de imitación de caoba y el mismo edificio del Instituto Israel. El siniestro le valió a José S. el despido automático y el derrumbe de toda una vida de éxitos, junto con el llamado de retorno inmediato a Israel, y a Itzkovich el pasaje a Haifa con visa de inmigrante: en Buenos Aires ya no lo soportaban.
Cuando Teresa recibió en Israel las cartas en las que el trotapueblos le aseguraba que no había muerto y que lo único que anhelaba era estar a su lado, pensó que soñaba. Por eso no les prestó demasiada atención, ocupada como estaba en aprender el idioma, conseguir vivienda, encontrar trabajo y colocar a Celia en una escuela decente. Como las cartas iban multiplicándose y anunciaban la inminencia del viaje de Itzkovich, Teresa alarmada hizo dos cosas: echó las cartas a la basura y perdió el habla.
No habían pasado dos horas del desembarco de Itzkovich en el puerto de Haifa cuando la suerte aciaga nuevamente descargó en él su cruel puñal. No lo había recibido nadie más que la oscuridad y la incertidumbre, pero estaba ciego de alegría por haber llegado sano y salvo, con sellos, recomendaciones y con el equipaje de su amigo S. En momentos en que inquiría con el lenguaje de la mímica acerca de la forma de viajar a donde vivía Teresa, Itzkovich creyó de pronto vislumbrar el reflejo del facón de los policías malevos, los cuatro sobrevivientes de las boleadoras mágicas que no habían renunciado a la oportunidad de vengar el agravio causado a la monjita de la carreta.
La habían visto desamparada, recordaba Itzkovich, colgada de los travesaños del carruaje del judío, acompañada por dos desdichadas vírgenes a quienes aquel miserable había vestido de trapos rojos y maquillado con el perfume barato de las prostitutas. Los policías sobrevivientes de las boleadoras del hebreo, una vez que recogieron los restos impudorosos de sus compañeros, averiguaron los antecedentes del malhechor; luego hicieron sus petates y se despidieron con una procesión que les deseaba ventura en su nueva cruzada de Justicia a Tierra Santa, para llegar finalmente a Israel en un barco frigorífico. Aquí estaban. Itzkovich, arrojado y valiente, arremetió sin hesitar contra aquellos uniformados, ya no inexpertos sino provistos de estacas de madera en forma de cruz, agua con sal, pomos de carnaval y medio kilo de gelinita.
Pudo haber muerto esta vez, asustado por los uniformes azules, los mostachos poblados de los milicos peregrinos, sus caras chingas y las crenchas aceitosas a las que la luna daba un brillo misterioso. Pero tuvo suficiente lucidez en medio de la paliza como para comprender que estaba ante un lamentable error, y que los que así lo habían recibido a su llegada a Israel no eran vigilantes entrerrianos sino agentes de aduana locales, por lo que extrañamente se le ocurrió que había hecho un viaje en redondo, que estaba nuevamente en aquella carreta, que jamás se había ido totalmente de Mercedes y que aunque en su tarjeta figurara: “ Don J.G. Itzkovich, juguetería y entretenimientos infantiles”, lo único que había valido la pena en su vida había sido engendrar a Celia y grabar aquel amuleto en la oscuridad fangosa de los hoteles del interior argentino con las frases de los Salmos.
– Sin embargo – escribe Celia – se salvó de aquel incidente alienante: se vio a sí mismo llegando adonde estaba Teresa muda y aterrorizada por la inminencia de la verdad. La abraza tiernamente y borrando todo rastro de amargura, todo resquicio de violencia, toda exigencia desconsiderada, todo contacto ilícito, se dedica a vegetar al lado de ella para percibir el crecimiento de Celia, para sentir en él mismo la luminosidad de los grandes ojos de su hija, para olvidar que había sido casi otro hombre, balbuceando algunas palabras en un idioma bíblico incomprensible, olvidando para siempre a S., que aún estaría buscando desesperadamente su equipaje y recorriendo de norte a sur y de sur a norte las dársenas del puerto de Haifa.
ALIA
José Itzkovich, escribe Celia, murió en Egipto.
Hasta allí llegó con la esposa de un funcionario de la embajada de ese país en Tel Aviv. Había conocido a Alía una tarde de invierno, en que empapado y gimiendo de rabia golpeaba con los nudillos las puertas de la representación consular para que le abriesen, y le concediesen la visa de turista. Siguió golpeando durante mucho tiempo ante la mirada intempérrita de los vigilantes israelíes, a quienes él miraba con ancestral desconfianza. Nunca pudo explicar que lo había llevado a seguir pateando y gritando frente a aquel portón inexpugnable, porque sabía perfectamente que había llegado fuera de hora y que había venido sin documentos. Quizás se desgañitaba porque, imposibilitado de volver a Villa Clara, a Mercedes o a Buenos Aires, quería retornar a las fuentes volviendo a Egipto. Recordaba a su melamed, su maestro hebreo, que vivió un resabio de la época en que José aún funcionaba, integraba, recibía y elaboraba. El maestro Sender, quien les enseñó la historia de la salida de Egipto.
“Los hijos de Israel, encabezados por Moisés, arrasaban con cuanto se interfería a su paso y avanzaban implacablemente hacia la Tierra Prometida. Hubo milagros y victorias, traiciones y rescates, ruegos y llantos plañideros: todos conjuraron y se conjugaron para que el pueblo liberado llegase finalmente a las puertas del fabuloso país.” Y Sender, con una sonrisa de placer y malicia, exhibiendo una dentadura blanquísima y un cerebro privilegiado que Itzkovich iba a transpolar muchísimos años después de la realidad a la ficción, se detenía, hurgaba en los confines de su memoria, para finalmente, con un suspiro de capitulación ante la momentánea amnesia, decretar:
– Y entonces, los hijos de Israel volvieron a Egipto…
A Egipto pues volvería, pensaba Itzkovich mientras por sus nudillos comenzaba a correr la sangre. Seguía golpeando las verjas de hierro, las paredes de cemento y cal y la elegante puerta de la embajada egipcia en Tel Aviv. Se juró que golpearía hasta morir, porque no daba ya nada por su vida, un día era igual al día que había concluído y sus excentridades nunca habían sido más que manotazos para llenar de temores una existencia llena de tedio. Su vida tan independiente y propia, los hilarantes zigzags de la modernidad experimentada, de sus elecciones ideológicas, amorosas, terminantes, su compañía de títeres, su dinero nunca ganado a fuer de perseguirlo, no habían sido en última instancia más que un reflejo de su inadaptación a la vida humana. Golpeaba y no le quedaba otra, atrás dejaba una vez más a Teresa y Celia; pero prefería la terrible angustia de sentirlas abandonadas, solas y en peligro, que la repetición interminable de escenas cotidianas, experiencias culinarias domésticas, la limpieza y el bochorno de los yermos israelíes que reemplazaban muy a pesar suyo los mundos que él había creado y luego destruído: sólo en el teatro de títeres se habían vuelto realidad.
Cuando los vigilantes – por lo general acostumbrados a todo tipo de rarezas frente a la embajada – perdían la paciencia y pensaban en emerger de las cabinas de madera en que esperaban ateridos de frío el relevo, para aprehender a aquel insoportable gritón, la puerta de la embajada egipcia se abrió con un chasquido. Frente a Itzkovich se erguía majestuosa la silueta de Alía. El hombre sintió un fuerte mareo y quedó encandilado con las luces de un potente reflector que lo atraía hacia adentro. El viento le obligó a darse cuenta que toda aquella media hora había estado gritando y solicitando que le abriesen la puerta de la embajada egipcia en yídish, que repetía yídn, hot rajmunes, eftn de tir. Comenzó a tropezar en dirección al recinto. Alía llevaba puesto su impermeable, una cartera en una mano, el paraguas ya listo en la otra: estaba saliendo.
El empuje de ese viento, la absorción de los reflectores, el instintivo movimiento de relajamiento de los vigilantes, la inercia de la marcha hacia adentro de Itzkovich y hacia afuera de Alía, el conjuro de los magos de Aharón el sacerdote, los envolvieron en un interminable abrazo.
A Alejandría llegó pues Itzkovich aún aferrado a Alía, persiguiéndola; su semítica silueta negra aún parpadeaba en manos del titiritero. Itzkovich sentía que su vida carecía de mayores oportunidades y que no le quedaba sino concretar en la realidad de las carnes lo que tantas veces había ensayado en la penumbra de utilería de su teatro de títeres, cuando sin público ni caballos ni mujeres a su alrededor improvisaba con sus personajes, los obligaba a acoplarse, a emprender largos viajes, a morir e inmediatamente resucitar, imitando las voces estridentes y desagradables de las personas conocidas y atribuyendo a cada uno de ellos – al fin y al cabo, no eran más que ocho muñecos mal terminados – infinitas personalidades. Y concretar la vida de sus títeres era llevarse a Alía de la mano de Tel Aviv a Alejandría para vivir con ella, ella que aún clamaba por su esposo en Tel Aviv y sus hijos en Egipto.
Un hijo dejó Alejandro, el Magno, Hércules, llamado por su antecedente por parte de su madre, siendo Aquiles por parte de su padre. Y un hermano imbécil, Arideo, y a Rojana, una de sus mujeres, encinta.
Setenta ciudades fundó Alejandro, el Grande, el protector de los hombres. Se conocen diez Alejandrías: Alejandría Troas; Alejandría de Susiana, luego Antioquía; Alejandría del Oxus, hoy Karaschi; Alejandría de Siria, luego Alejandreta; Alejandría de Aracosia o Alejandrópolis, hoy Kabul; Alejandría de Aria, hoy Herat, hacia la India; Alejandría de Babilonia, luego Hefra, sobre un canal del Eufrates; Alejandría de Bactriana, hoy Jelm, cerca de la antigua Bactra; Alejandría de Carmania, hoy Kerman, y Alejandría de Egipto, la de los dos puertos y callejuelas de bazares.
No era egipcia sino griega y judía. Sólo pertenecía a Egipto por el canal que da salida al río Nilo. El idioma era griego y griegas las instituciones culturales. Un millón de habitantes, decía Diodoro, de ellos trescientos mil eran libres.
Alejandría tiene mucho de occidental: cartelones rojos de Coca-Cola; radios que ensordecedoramente interpretan marchas de los años sesenta; almacenes siempre abiertos, líneas ferroviarias siempre repletas; el bullicio y la violencia de todos los días; agua que se puede beber, un millón y medio de egipcios asabandijados y envueltos en mantos blancos.
La sabanería de Itzkovich en Alejandría fue como la del que fue su antiguo cuñado en Montevideo; el árabe que aprendió era agargantado, espasmódico. Temblaba su bigote, sus labios chirriaban al abrazar la dentadura, la hha y la jjhha, la ghha y la rhha salían a tiros, a golpes de shott, las cavernas de su nariz aspiraban el puro aire del Delta después de cada clase de árabe que le impartía Alía.
Las clases comenzaban con la sonrisa almendrada de ella, sus dedos afinados rozando la cabellera ya adelgazada de José, ella se sentaba entonces sobre sus rodillas y continuaba la lección mesándole las orejas y meciéndose sobre la cadera de él, y terminaban, abruptamente, con un pedido de Alía, felinamente susurrado en las orejas ya tensas de calor y rojas de pasión, que daba lugar a la discusión casi ideológica, ya diabólica, entre el hombre que de todos los destierros lejanos había elegido el más abismal y la mujer desterrada en su país natal y ansiosa por retornar al del enemigo.
Alía había trocado su condición de diplomática por la de fugitiva. Escribía inútiles cartas a los hijos, al esposo, explicando su miserable e inevitable posición, pidiendo perdón y acusándolos de su desgracia, sin nombrar al judío Itzkovich, tachando más que escribiendo. Muchas veces trató de enviar las cartas por contrabando, introduciéndolas en las sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de su país, antigua oficina de su marido; los vigilantes, que otrora habían escoltado su paso, la detenían, se burlaban de ella, la zarandeaban y la enviaban a la gendarmería. Itzkovich se hacía valer de todo su arte para liberarla y recomenzar un nuevo periplo de algunas semanas más de encierro y desasosiego.
Supo, adivinó quizás, que Teresa se había retirado a Bnei Brak, la llamada Boiberik, la ciudad de los ortodoxos y los milagros. Pensó en Rebeca. En Celia.
Iusuf Abu-Varda, el hombre que mató a Itzkovich, no conocía las calles de Alejandría. Era palestino, un actor de los teatros de verdad. Pero las autoridades israelíes había clausurado mucho tiempo atrás su compañía teatral, que pretendía la internacionalidad, la solidaridad de los actores del mundo, al tiempo que la difusión del mensaje nacional, humanista. El permiso de actuación del teatro fue anulado, la empresa clausurada y Abu Varda hizo los petates y errante enfiló hacia Alejandría. Allí decidió su próxima etapa: sería conductor de taxi.
La noche de la muerte de Itzkovich fue como cualquier otra noche. José cerraba su sabanería. Alía merodeaba por la vecindad del Ministerio de Relaciones Exteriores con sus cartas. Iusuf Abu-Varda conducía el taxi. Hubo una laguna muerta en su percepción, una zona en la que no recordó al sabanero blanco y cansado que cruzaba una calle, no era ni oscura ni especialmente iluminada. El judío acusó un impacto directo del automóvil, rodó dos o tres veces, suspiró en un idioma incomprensible, aspiró a manotazos el aire del alma y murió en pocos minutos casi instantáneamente. Abu Varda, solo en medio de algunos chicos y burros y mujeres que gritaban desde los ventanales y policías copetudos, levantó entonces el cuerpo exánime y lo corrió a un costado para permitir el paso del tránsito.
¿Y Teresa? Ante el ciclo repetido de la desgracia otra vez desgarrada, se hizo nuevamente piadosa y se refugió en Bnei Brak, la ciudad santa de los judíos al norte de Tel Aviv que cada viernes por la tarde bloquea sus rutas de acceso y se va a rezar.
Aquí termina el texto de Celia.
***
Se confunde, le grité a mi esposa. No fue así el final de Itzkovich. Recuerdo la visita de los gitanos, que llegaron desde su infancia a Alejandría, los que se llevan consigo a los niños. Como venían de un resabio del recuerdo, esos gitanos se habían hecho etéreos y alados como los ángeles. Se dispersaron entre los locales del bazar; plantaron una tienda en el centro de la plaza. Espiando desde los pliegues de la carpa, en su interior Iusuf presenció una obscena lectura del futuro.
Corrió Iusuf a avisar a Itzkovich, le dije. José supo que habían llegado a Alejandría aquellos a quienes él esperaba. Abrazó a Iusuf, quien se desintegraría en átomos de terciopelo y damasco. Alzó el baúl con los ocho muñecos. Se plantó en la entrada de la carpa. Introdujo en ella la cabeza. Al otro lado de este lado de la carpa vio a Teresa joven, recostada. Un halo de luminosidad le cruzaba el cuerpo y le ocultaba el rostro. Itzkovich sintió una losa que le descendía sobre el pecho. Abrió más los ojos y se vio a sí mismo, en technicolor, expulsando a los más lejanos confines de la Pampa a los achinados gendarmes entrerrianos con la ayuda de sus boleadoras y los versículos de los Salmos; y entonces vio a dos hombres serios, ataviados con pañuelos negros y un clavel en el ojal y con una enorme espada que los unía de pecho a pecho. Lo miraban con mucha curiosidad.
– Quiero unirme al circo-, les dijo. – Soy Titiritero.
Así fue, le dije. Y luego Celia se hizo grande. Conoció a Hugo, el agente de seguros con tres hijos y una mujer resignada a la espera; desafiando a todos quedó preñada y dio a luz a Corona. En sus actos descansaba la filosofía del padre y la resignación de la madre.
Cuando mi mente buscaba los modos de volver a Celia para descubirle mi delito, para contarle que había robado su libro y que éste me había hechizado, que el libro merecía ser verdaderamente escrito, publicado, filmado y vendido, mi esposa me llamó la atención al hecho de que Celia había desaparecido con Hugo. Abrí el libro nuevamente.
El acto de adopción legal de Corona nos llevó más de un año. Los trámites en Israel son lentos y a menudo contradictorios. Desde el rapto de los niños de Brasil todos son más cuidadosos; las pruebas de salud, solvencia, cordura. Más de un funcionario del Ministerio de Bienestar Social quiso saber la historia de mi vida junto con la de Celia y Hugo. Alguno insinuó que Corona era mi hija natural. Corona vive con nosotros desde hace varios años. Ya es toda una muchachita.
***
Mi papá no pudo seguir escribiendo.
Las imágenes que sus ojos ven se van borrando, sus manos ya no pueden sostener por mucho tiempo el ritmo del teclado de la computadora. Yo sigo en su lugar. A veces, admiro a mi mamá, Celia, que supo reemplazar toda una vida gris y sin mayores incidentes por un libro fabuloso e inventado sobre cuatro José y cuatro mujeres, con el único y exclusivo objeto de poder retirarse de la ciudad y dejarme en manos del Relator.