Sin lágrimas por la propuesta migratoria
Publicado en La Opinión, 6/10/2007.
No lloro por el destino de la propuesta migratoria. Primero, porque no murió. La decisión del liderazgo demócrata de retirarla de cartelera, por usar un término hollywoodense, fue para proteger el engendro bipartidario de las llamadas “enmiendas venenosas” por parte de los “radicales republicanos”. Los proponentes ya se reagruparon y seguramente volverán a presentar la moción a debate.
Segundo, porque lo que quedó de la moción de ley después de la andanada de enmiendas hostiles, la hizo inoperante para muchos de los grupos que la apoyaban.
Tercero, porque como iban las cosas, incluso después de todas las enmiendas aceptadas para aplacar a antiinmigrantes, la medida, según nos reportan, igual iba al fracaso en el voto final.
Cuarto, incluso si se hubiese aprobado por el Senado, aún quedaba la Cámara de Representantes, donde hay antiinmigrantes aún más vociferantes y recalcitrantes.
Hubiese quedado un juego de palabras contradictorio, como muchas de las medidas legisladas durante la presente Administración.
Entre todos, hubieran mostrado la “reforma migratoria” como lo opuesto de eso: una sentencia de muerte a las esperanzas de legalización.
Que es lo que era desde un comienzo: un engaño. Y eso, el quinto argumento, es el decisivo. La propuesta era negativa desde el vamos. Pero todos caímos en el festival noticioso de la algarabía, creyendo que era lo que no: un camino a la residencia permanente y la ciudadanía, a trabajar tranquilos.
Contrariamente a otras leyes migratorias en la historia del país, ésta no ofrecía una vía a la permanencia, sino a la temporalidad. Excluía a los pobres que no podrían pagar decenas de miles de dólares en multas, penitencias y aranceles por cada familia. Viniendo de un régimen que hace de la familia la niña de los ojos, separaba a padres de hijos en un ataque frontal a las familia, claro, mientras era la de extranjeros. Estipulaba un programa de trabajadores “huéspedes” sin esperanza de inmigrar. En suma: aumentaba, y no disminuía, la cantidad de indocumentados. Aquellos que después de trece años y si sobrevivían las multas, las deportaciones, el escrutinio, y la arbitrariedad del envío de vuelta al país de origen, se hubiesen legalizado, hubieran sido ciudadanos de enésima categoría. Algo muy lejos del trato igualitario que este país deparó tradicionalmente a los inmigrantes de otros países.
Es que estos inmigrantes, sobre los que se desgañita el Senado estadounidense, los que no quieren, no son como los de las otras reformas.
Curioso: de todos los principales políticos, quien lo reconoció abiertamente fue un precandidato republicano a presidente, John McCain, durante un debate televisado.
“¿De qué estamos hablando?”
“Estamos hablando de hispanos, una cultura diferente, un idioma diferente…”
Eso era: estaban hablando de hispanos.
Una actitud que sirve para recordar que la cuestión racial jamás fue solucionada aquí, pese a una guerra civil y luchas por derechos civiles.
Aún subsiste el temor a perder una hegemonía racial. Un temor azuzado por la porosidad de la frontera y lo implacable del reloj demográfico.
Como dice la canción: ¿Y ahora qué? ¿Y qué nos queda?
El acuerdo estipulaba un período –unos cinco años- previo al inicio de la regularización, de intensa represión de la minoría latina, incluyendo masivas deportaciones, la construcción de veinte nuevas cárceles para 20 mil detenidos y la contratación de decenas de miles desde agentes migratorios a fiscales, pero sólo 10 nuevos jueces de inmigración por año.
Con o sin acuerdo, hay peligro de que la presente ola de deportaciones se intensifique con vista a los comicios nacionales de noviembre de 2008.
¿Qué hacer? El camino ya está abierto. Lo iniciaron millones de manifestantes, el año pasado, en las marchas del 25 de marzo y el 1 de mayo. Se llama intervención, participación. Quienes pueden, que se hagan ciudadanos: los que no quieren legalización no quieren inmigrantes, pero saben contar votos. Tomar el destino de uno y el grupo en las manos.