Por qué vinimos a Estados Unidos

Un señor era maestro en una escuela primaria rural de México. En el pueblo las familias no tenían qué comer. Igual, los padres traían a sus hijos para que él les enseñara. Pero al término del sexto grado esperaban en la puerta de la escuela para enviarlos a trabajar al norte.

Muchos vinimos creyendo que nomás ahorraríamos algo y regresaríamos. Una mujer poseía con su esposo un terreno cercano a la universidad donde estudió. Vinieron a Los Ángeles porque pensaban ganar dinero, construir una casa sobre aquel terreno y que también sus hijos se graduaran allí. El niño tenía 10 años; la niña sólo 6.

Pero al dinero se lo comieron las necesidades de aquí.

Hoy aquellos niños son adultos: crecieron, tienen pareja y se quedan.

Si acaso ellos vuelven, volverán solos.

Unos padres uruguayos llegaron a Los Ángeles por culpa del conflicto político, imbuidos de ideología y militancia. Aquí se enrollaron en el silencio del recuerdo y la cautela. Años después los hijos aún no saben nada. Si les contaran lo que pasó pensarían que es una buena película de aventuras.

Otro vino de Israel porque de cada 12 meses, dos los dedicaba al servicio militar de reserva. Dos guerras sobrevivió casi por milagro y su esposa le hizo jurar que buscaría suerte en «América». En lo que sea, pero vivo.

El cambio, sin embargo, desmoronó la pareja. Se separaron pero viven cerca por los chicos.

Una compañera administraba una escuela en Guatemala. Cuando ésta quebró perdió casa, automóvil, dinero y trabajo. Se vino.

«¿Por qué a Estados Unidos?»

«¿Y adónde más, pues?»

La gente viene por muchas razones: económicas, políticas, para hallar la aventura, para alejarse de sus padres. Algunos por la dictadura. Otros porque volvió la democracia.

Vine, dice uno, porque me ofrecieron un trabajo con visa diplomática. La visa venció; él sigue aquí.

Vine porque me desplazaron del campo. Vine por los sandinistas. Vine porque me enamoré de un gringo. Vine porque era marielito.

Vine aunque no quería porque no había otra salida: el hambre estaba apretando. Vine, dicen todos, porque lo de allí no nos alcanzaba.

Por eso, eso, eso y eso vine. A jugármela.

Así, con una mano adelante y otra atrás llegamos a Estados Unidos.

Para quienes inmigramos de grandes, al llegar nos quebramos. Aquí se borró la pertenencia y confundió la identidad. Las imágenes son desconocidas. Los olores irreconocibles. La comida, las caras, las costumbres, el ritmo de vida, la música, las palabras, todo es extraño. Después de 20 años todavía somos extranjeros. Por dentro seguimos hablando el otro idioma.

Para sobrevivir debemos renacer, descifrar pulgadas y grados Fahrenheit, hacer a esta ciudad nuestra, juntarnos e inventarnos un nombre genérico: “latinos”.

Pero ya nunca volveremos a ser quienes fuimos.

Quien era Don Alejandro en Buenos Aires hoy seca platos a medianoche y es Don Nadie.

¿Volver? Los que realmente querían, ya lo hicieron. Pero algunos hasta son extranjeros allí. Las calles de la infancia son demasiado estrechas, los edificios demasiado decrépitos, ya no los entienden. Al final no son felices ni aquí ni allí. Viven en círculo, siempre insatisfechos.

Y caminando en círculos, siguen buscando la casa.