Piensa
I
Cierra los ojos y déjame abrazarte. Apóyate aquí, en el hueco de mi hombro izquierdo, es menos huesudo, más cálido. Te quiero mucho, ya se terminó la noche, se fue, piensa que estaremos de fiesta más tarde, alegría, que saldremos a pasear a las montañas y nos anegaremos de la risa en los recovecos de agua dulce y ramas tiernas…
Vamos, piensa conmigo sobre un lugarcito entre la sombra y la tierra húmeda, un espacio circular por donde se pueda reunir nuestra gente. Sentarla en fila, distribuirla, enumerarla, acariciarlos a todos. Puede ser un anfiteatro, un iglú, hasta el ancho lomo de algún camello africano. O el reverso de una moneda gigantesca, dorada y brillante como el sol. O el círculo que en la arena dibujaste con una pluma recién pescada de la resaca de gaviota blanca. Vámonos por allí mientras gozamos de esta lluvia y nos rescatamos, desde el centro de nuestra casa con árbol y perro y techo sólido y el silencio que crepita en el hogar…
Recuéstate sobre este lienzo para que yo dibuje de memoria algunos días y noches amarillas, apóyate en la esfera pulida de mi rodilla. Sígueme con nuestros ojos cerrados mientras parimos juntos una historia sin luces, un cuento sobre el muñeco de solitarios contornos. Señalemos en silencio, de memoria, los nombres de la gente en el círculo. Allí se sentaban, de izquierda a derecha, uno a uno, los protagonistas de nuestro sueño compartido.
¿Tú crees que sea posible un sueño compartido, vivido al unísono, durante la misma noche, durmiendo? ¿Durmiendo, descansando poro a poro en la misma oscuridad, en el mismo silencio sobrecogido por el quejido de las paredes? ¿Crees que podamos simultáneamente ver a la misma gente desplazándose hacia el mismo destino, criando las mismas costumbres, pareciéndose a nuestras propias historias? Entonces, mi bienamada, sueña conmigo un destino liviano. Relájate en mis labios. Deja que el cuenco de mi mano recoja el escalofrío de tu pecho mientras crecemos por dentro en pasión y esperanza. Descansemos por fin de esta niebla transparente y ajena. Volvamos al círculo de tiza con que dibujábamos en la cal del pensamiento a los dolorosos peones del olvido.
Entonces, en el circulo, casi a tientas, ubiquemos los alientos de nuestra gente. Son jóvenes todavía, aquí en este sueño todavía están vivos, presa de un pálpito sin presagio ni lección que sea valedera para otra persona. Son carnes y ropas y palabras y la sal desgraciada de su futura sangre cautiva: Jorge, Ernesto, nombres ubicuos, eternos: Lilit, la joven Pauli y el Sabueso.
Míralos. Antes de que estén muertos.
Dame a Pauli. Sus ojos no expresaban mucho más que una sorpresa continua, aunque también pudiese haber sido el reflejo de un horror profundo, un disgusto íntimo que ella misma ignoraba, que decía qué escándalo qué escándalo. La encontré de casualidad en mi abanico de ternuras y la catalogué a partir de la palidez de los faroles o el balido lejano de un ternero. Paula rubia, que se volvió corpulenta, tanto que cuando la encontramos frente a frente en la estación de autobús que iba a Ventura, te reíste de lo que consideraste que eran mis gustos extraños, pero también de lo exagerado de tus expectativas, de la imaginación que entre los dos utilizamos para crear un fantasma, porque a través de mis historias, de la forma con que te describía los besos de Paula o sus caricias te imaginabas una mujer bella, esbelta o inteligente o sensual como si hubiese sido ella la última mujer de mi vida, pero Paula, la joven, fue nada más que el episodio truncado de algunas noches de una primavera que se adelantó al calendario con su impaciencia de estudiante, y de la calle principal de un pueblo del sur que se derrumbó sin más motivo que haber existido durante una sola tarde.
Para tí, el Jorge de aquella noche, Jorge que cuando se reía miraba el suelo, que fue notablemente noble hasta el final, hasta después que te perdió. Su vaquero ajustado, su camisa con casi todos los botones abiertos, un peine en el bolsillo posterior izquierdo, el mechón de pelo rebelde, un condón sorprendente y jamás usado en el bolsillo posterior derecho. Jorge quien mintió durante los interrogatorios solamente para no renunciar a su imagen propia de dueño de verdades permanentes e inmutables, Jorge para quien mentir era una manera de expresar su única manera de ser real, porque siempre estuvieron sus mentiras allí, asidas con su puño al revés, incrustadas debajo de su camisa o dentro de su zapato, Jorge de quien recuerdo más que nada sus lágrimas profusas al contarnos las historias, apelotonadas en glóbulos inquietantes, ensordecedoras y hábilmente sonsacadas a partir de su imaginación, su miserable grandeza, su delirio de ser quien nunca sería. Jorge pudo habernos traicionado pero nunca fue nuestro ni de nadie, y dejó a todo el mundo, él mismo incluido, con la certeza de que era un arrepentido que retornó así a tu tribu: la de hombres pretendientes regalones e imposibles. El cuento de su secuestro y su investigación en un auto negro y alemán, las vueltas alrededor de la estación del tren sin alejarse nunca y después el abandono, las patadas, por Dios. Un cuento. Todos éramos escritores trasnochados.
El Sabueso era chileno como sabes, amor, y casi un niño cuando salió al exilio y lo siguió siendo hasta el día en que se apoderaron del general y le reventaron el nombre más allá de su incorruptible casaca y mancillaron su buen nombre de general querosén. Al general no le alcanzaron todas las maldiciones de los buenos de la tierra. Pero finalmente lo levantaron, con silla de ruedas y todo, y lo dejaron en el fondo del pantano. Pero más me gustaba su amor por la letra bien puesta, su cuidado en el oficio de corrector. Tachaba tráfico por tránsito, inventó las buenas medidas, las leyes inquebrantables, el consonante del libre albedrío y rompió con todas las reglas de la clandestinidad cuando fue a consultar a un profesor de la universidad la acepción que deberían tener ciertos vocablos nuevos y revolucionarios.
Y Lilit que se fue con la noche y los demás, desnuda tal como vino, delgada como una peligrosa y hambrienta tigresa de batalla. Lilit la traviesa, la única que no tomaba en serio esta diversión, la que utilizaba el brevísimo lapso en que se quitaba los lentes y me miraba con su ternura infinita a los ojos para pensar en la frase consoladora que hiciera mella en mi desesperación. Lilit fue la noche fresca, la pleamar de aquellas aventuras.
Ninguno de ellos quedó después del rompimiento, el desbande y el alejamiento. Y a años de distancia, seis países, tres continentes y muchos hombres y mujeres ajenos a la infamia y la traición, los recuerdo porque sobrevivieron el hierro ardiente, sus vidas sin amargura y el estruendo del fuego y los horrores. Se desconectaron de la matriz que atormentaba sus mentes y alimentaba su necesidad de trascender por encima de todas las cosas. Desaparecieron detrás de unos botes de basura con sus borradores de tesis revolucionarias. Dejaron apagadas las luces de sus veladores, vacíos sus ceniceros…
II
Una tarde de lluvia como ésta, lejos de esta casa y todavía a la intemperie, nos reunimos para reorganizarnos. Quizás habíamos bebido demasiado. Te besé y no me besaste. La bebida se incorporó como mejor pudo a nuestro elemento, uno más de castración y sueño para nuestros juramentos y omisiones rarísimas, contradictorias. Las sombras de las botellas se proyectaron como fantasmas. Y el espectro de lo que nunca pudo nacer revoloteaba encima de nuestras miradas acusadoras. O bien quizás exageramos en las dosis de café, me gustaba sobrecargado para exhibir mi maestría en el arte del control o bien mi sacrificio en la necesidad de quedarse despierto a la hora de la guardia y del cuidado de la puerta.
Conservo un cajón, lo que llamamos un baúl de recuerdos, en donde con cada mudanza terminé por arrojar los cuadernos de garabatos y frases imposibles que recogían la escoria y los ecos de nuestras reuniones: sesiones de algarabía, le dábamos vueltas al lenguaje como si fuese el cordel de un garrote vil, iluminábamos las reuniones como clases de anatomía, como si estuviésemos estudiando el ojo humano y no la noche de los pueblos o las clasificaciones agrias de los monstruos y enemigos de la tierra y alguna palabra tierna, unas líneas de Salvatore Quasimodo que retornaron después a la alacena de mi nuca:
“Cada uno está solo
en el corazón de la tierra
Herido por un rayo de sol
Y en seguida, es de noche.”
Por eso. Por eso olvidé la puerta.
–¿Quién está allí afuera?, preguntaste, inquieta, asustada, silenciosa debajo de tu negrísima casaca. Y luego, como nadie contestaba, –¿Quién es?
Era él afuera, y la lluvia, fresca como una limonada, jugaba con los botones de su camisa de franela.
Tal vez en realidad obré mal al tomar tanto café: hasta hoy las manos me tiemblan, todo lo que me recuerda aquellos momentos me causa náusea y vivo entre la violencia de extrañar el café y el asco que me causa ver proyectada en la oscuridad la silueta de una taza negra y humeante como el polvo de la derrota.
III
Los dos, mi amor, supimos que era Ernesto quien esperaba afuera, conmocionado de tensión y creímos que venía a buscarte para llevarte con él. ¿Por qué? ¿Quería ahorrarte el sufrimiento de evocar? ¿O había pasado por la casa porque sabía que allí nos reuníamos todos los que en algún momento habíamos confeccionado el periódico como quien hoy cose el pañuelo inmenso de la sida, agregándole de la tinta de nuestra sangre de esperma, un hilo de respiración por donde fluyese la savia de nuestra vida ida y vuelta, sin cambios ni modificaciones ni números nuevos?
Se diría que siempre hacíamos el mismo diario. Corría un ángel de una boca a otra, llevando las palabras, las ideas, los pensamientos mortales, piensa, los hilillos de nuestras salivas de uno a otro lado y aterrizaba exhausto en una –cualquiera– de las cuartillas blancas que luego se acumulaban acarameladas en un gran cuaderno. Lo dábamos vuelta y volvíamos a escribir y todo lo mismo pero Ernesto era tu mayor maestro, el autor del sueño que te obsesionaba, el hombre fuerte, el que golpeaba la puerta con la seguridad de poseerla de ambos lados, y fue él finalmente quien vino a buscarte para que no te empaparas en el vino del recuerdo conmigo, para que no te cansaras antes de lo necesario. Ernesto que era el más alto y también el de autoridad y también a quien querías.
Abriste la puerta.
¿Qué pasó después? ¿Salimos del escondrijo, asustadizos, revoloteando casi ciegos ante los faroles movedizos que nos acusaban? ¿Quiénes eran, quiénes venían con Ernesto para llevarnos, separadamente, para golpearnos, los que escondieron nuestras cabezas entre sus pies y nos arriaron por negros kilómetros hasta la pastosa presencia de la sala de interrogatorios? ¿Y Ernesto, qué se hizo de él?
Cierra los ojos y déjame abrazarte. Llora. Lo has soñado todo, mi amor. Todo fue un sueño, una terrible pesadilla. No fue verdad. No hubo ataque, ni guarniciones de soldados punzando nuestra espalda, ni un alarido que lamentaba nuestra muerte. Nunca fuimos castigados por nuestra torpeza.
No hay tiempo para decirte lo que realmente sucedió y tengo que irme. No hay tiempo: este es el cáncer del espíritu, es el precio que se debe pagar por el descubrimiento, rociado de bramidos estentóreos, enjambres de besos amenazadores, de un jinete que se pierde en la bruma, el día que se acaba.
Por eso, mi amor, mi bienamada, déjame abrazarte, mientras no pierdo la esperanza de encontrarte.