París en Los Angeles
Miles de adolescentes salieron a las calles de París y otras ciudades francesas y europeas. Apedrearon negocios, atacaron a transeúntes y quemaron miles de automóviles, símbolos de una sociedad que resienten y desean a la vez.
Estos jóvenes, provenientes de las antiguas colonias francesas en el África musulmana y los países árabes, viven en barrios marginales, donde se asientan el abandono oficial, la pobreza crónica y la cesantía institucionalizada.
Con violencia insensata, protestaron contra la discriminación racial hacia los inmigrantes, la carencia de oportunidades de trabajo, el hacinamiento en complejos de vivienda construidos hace decenios y cada vez más decrépitos.
Esta revuelta, que recorre Europa como un fantasma, es desorganizada e irracional. Ataca tanto a los supuestos generadores del mal —comisarías, edificios gubernamentales— como a tiendas vecinales y automóviles del prójimo. La protagonizan, no trabajadores ni estudiantes, sino jóvenes al margen de la sociedad productiva. Una generación sin programa político ni porvenir.
¿Podría pasar aquí, en Los Ángeles?
Ambas ciudades están en el corazón del mundo industrial.
Aquí como allí, inmigrantes y personas de color ocupan los puestos más bajos en una sociedad multimillonaria.
Los adolescentes de París iniciaron sus desmanes en protesta tras la muerte por electrocución de dos adolescentes que huían de la policía.
Las manifestaciones que convulsionaron a Los Ángeles en 1992 estallaron en reacción a la exculpación de los policías que golpearon al afroamericano Rodney King.
En ambos casos, un incidente aislado de percibida brutalidad policial colmó el vaso.
Este febrero, y al término de una persecución, la policía angelina mató al afroamericano Devin Brown, de 13 años y desarmado.
En julio, le tocó la misma suerte a Suzie Peña, de 19 meses, hija de un salvadoreño, en un incidente aún no dilucidado.
La comunidad resintió las muertes como causadas por un cuerpo policial insensible.
Cada uno de esos incidentes pudo haber provocado un París en Los Ángeles.
Como puede provocarlo un solo incidente similar en el futuro.
Más aún: aquí y allá, el sentimiento antiinmigrante se asienta en el poder. Como en Europa, crecen en California las llamadas a cerrar la frontera y a echar la culpa de los males a los indocumentados.
El gobierno de Schwarzenegger aplaude a los vigilantes, quienes con botas y fusiles tratan de cazar —como si fueran animales— a indocumentados en la frontera. Los más populares programas de entrevistas de la radio insultan diariamente a los inmigrantes.
Es un despliegue inaudito de demagogia.
Y un error histórico.
Si una explosión similar llegara a repetirse en Los Ángeles, su potencial destructivo es inaudito: miles de armas de fuego circulan en esta población. Una chispa es capaz encender este polvorín, una perspectiva verdaderamente aterradora de levantamientos en los suburbios (y el gran Los Ángeles es casi todo suburbio) y bloqueos de los freeways.
La alternativa, obviamente, no es el odio racista y la represión, sino detener en seco el desmantelamiento del Estado social, en que los organismos del gobierno reniegan de su principal función: proteger a la gente. Revertir los recortes en asistencia, educación y salud, siempre justificados en aras de un presupuesto deficitario. Aceptar la presencia de los inmigrantes que vienen aquí mientras aquí haya trabajo y allí no. Implementar un programa de licencias de conducir que proteja a todos.
O continuar por una senda que conduce al precipicio.
Publicado en La Opinión, 11/17/2005.