Para una poeta ausente
…para una poeta ausente
Martha Kornblith
Oraciones para un dios ausente
Martha Kornblith, acumulada su desgracia en ciernes por su simultánea condición de mujer, judía, poeta, alma torturada por las hormigas de la sensibilidad, dialoga con Vincent Van Gogh. Como otras mujeres, artistas, seres perseguidos, amenazados por lo insoportable, encontró en las cartas del pintor holandés a su hermano un pobre solaz, un mínimo consuelo. Trascendiendo los años de la distancia se hermanó con quien encaramado al dolor –que lo siente y lo ve todo– desnudaba las relaciones humanas más allá del pudor o la máscara. Sólo un espíritu exquisitamente labrado en el sufrimiento de estar dentro de uno mismo, como Martha Kornblith, pudo escribir “quizás como Van Gogh / me suicidaría para no tener que morir”. Para no tener que morir, viva o muerta.
“Oraciones para un dios ausente” fue publicado originalmente en 1995 por Monte Avila, pero como parte de un reconocimiento póstumo a la artista que sobrevivió por dos años su libro de poesía antes de quitarse la vida a los 38 años de edad, está siendo publicado nuevamente en Venezuela.
Guillermo de Yavorsky, un fotógrafo que conoció a Kornblith, la muestra en un primer plano de carátula, a la misma altura que sus ojos, que lo miran a él con dura curiosidad, con inteligente resignación. Unos labios finos parecen separados del resto de la tez; no sonríen, quizás nunca sonrieron.
La lectura de “Oraciones…” enseña un par de lecciones sobre los finales, para quien quiera abrirse a ellos. No estoy seguro de que lo quiera. Adentrarme en los poemas de Kornblith es riesgoso, es como entrar a unas catacumbas de ligamento rociada de su sangre.
Rodé de poema en poema, chocado en mi fibra por sentir su cercanía a mi escritorio, a esta computadora, pero también por no sentir más que una ligera y lejana identificación y por no querer asir su mano para sacarla de las catacumbas. Rodé de final en final:
“Esta angustia de no poder, / esa asfixia”, dice, y resuelve con decisión, de un solo tajo, de cercén, los recuerdos de su cuerpo, así: “lo demás / era mierda”. O así: “Desde entonces / he dejado de merodear / en el pasado”.
¿Respeto más a Kornblith porque está muerta? Cruel pregunta. Abro el libro de mi propia muerte, no quiero hallarme allí, leyéndolo y despierto de lo que creo es un sueño.
¿Respeto más a Kornblith porque se suicidó? ¿Sabía ella que sería condenada por ese acto de suprema, sublime lucidez, inexorablemente? ¿Que sería sepultada por nuestras conciencias fuera del muro (el muro del cementerio judío que imagino es el de la cobardía, judía o no, de nombrar las cosas, la muerte)? No lo sé; no tuvo alternativa, porque las moscas gordas de su muerte le picaban la cara desde muy cerca y en su soledad debía ahuyentarlas –o aceptarlas– con el abanico de su poesía: “Por eso me volví poeta / porque pasa lento el tiempo en la soledad”.
En “Oraciones…” Martha Kornblith no se da tregua. Dios no está, no existe, su presencia es un hoy y ahora más, sus frases son poemas, sus poemas son responsos para un Dios que ha muerto mientras ella está viva y ya no lo busca: escribe.
Pero no es solamente Dios, o dios, el ausente. Tampoco los hombres habitan a menos que lo sea en la mezquindad del silencio; uno es recordado aquí porque “sacude su blue jean” y porque también es poeta, pero ella piensa no en su presencia, sino en ”El / y la página en blanco”. Otro, anónimo, otro salvador imposible y merodeador vive en ella porque vive en sus propios poemas. Otro, Lucien, es un mero satélite que observa. No hay hombres que vibren, se alimenten de su pasión o la nutran. Su pasión arrebatada, ahorcada, sin eco ni respuesta vuelve pues sola del mar oscuro de la búsqueda a su noche de desolación y se estrella contra sus “ropas” que “mueren” contra el “ocaso de mi cuerpo”, contra “la estaticidad del tedio”. Porque “el amor / dicen / es una palabra / que no le hace bien al poeta mencionar”. Y sin mencionarlo, lo roza, sopla en el huevo del amor con fuerza, se apodera del amor alejándolo, lo hace suyo despidiéndose de él.
Es Kornblith compleja porque domina el lenguaje, la estructura poética y sin embargo escribe simple. Ha dado quizás toda la vuelta desde lo que pudo haber sido un barroquismo de desenfrenada conversación al minimalismo de un poeta sabio, parco y encerrado. Palabras correctas, dolorosas como flechas negras de punta quebrada: ”estoy harta / de esta manía de suicidarme / en cada verso, cada ocaso”.
Entonces, no hay tregua, no hay solaz, no hay consuelo, no hay relajamiento ni reposo: ”La casa está quieta. / Las cosas temen a sus habitantes. / Un cuadro pernocta sobre otro cuadro. / Una foto se lanza al precipicio. / La noche es breve.”
Dios es un medio para no sentir miedo; un instrumento para aferrarse a algo, alguna vez, frente al abismo. El recuerdo del recuerdo de un dios que existió alguna vez en las entrañas de sus antepasados llega “para no sucumbir a un vocabulario de miedo”, es decir, a las palabras gangrenosas y viciadas de muerte, de libertad, de sucia verdad. Porque “Desde entonces / Dios es alguien / que resurge de esos garabatos / para no saber / que aún hay seres /”.
Como dios está ausente, la muerte ocupa su lugar. Dios, que se replegó resollando en Aushwitz, “antes de que la vergüenza / borrara el recuerdo de los crematorios”, se retira también de Kornblith, que ha cometido el pecado abominable de nombrar lo sin nombre con una varita mágica de belleza. Aushwitz, con su horror inconcebible, queda reducido a una metáfora de la vida poética de la artista, “¿qué escribir sobre el color gris, / las fotos de los cabellos, / los lentes y los cadáveres?”, a la que ella apela como única manera de aproximarse, aproximarnos al absoluto dolor sin confines de su propia existencia: “Eso recordé cuando iba a escribir / un poema. / No había sobre qué decir”.
Y finalmente, el hilo que cruza inexorable los poemas de “Oraciones…” es una cuerda de ahorcado, de suicidado, de loco. En la clínica Montserrat “supimos que el delirio era / una forma de sostenernos / en los precipicios”, en donde “suicidarme se ha convertido en mi divertimiento, mi vocación: / hace días, tomé quince fármacos y lo llamé para decirle / que era la única forma de lograr que me atendiera”.
Al final, “no habrá más talento surgiendo de los escombros / sólo letras de otros anuncian el desastre”. Al final, la letra, negra e irrepetible, se quedó sola.
Culver City, California, 19 de marzo de 2000