Mar de blanco

 

Ni una colilla de cigarrillo, ni un papel en la basura. Sólo un mar de blanco, con más de medio millón de manifestantes, en la marcha más grande en la historia de Los Ángeles. Hay muchos jóvenes, estudiantes de secundaria. También familias enteras, con carreolas y suegras incluidos, todos de blanco como si fuesen a una boda. Es que para muchísimos, la gran marcha por los derechos de los inmigrantes indocumentados es un evento familiar. Está tan lleno y apretado que no se puede circular. El único que pasa pisando y empujando es el reportero, apurado para ir de un lado a otro, ver más y más, boquiabierto y embelesado. Nadie más empuja, nadie se queja. La plazoleta frente a la municipalidad, viniendo por la calle Broadway está tan repleta que no cabe una persona más. La marea humana comienza desde la calle 13, tres cuadras más allá de la Olympic que es donde comenzó a circular. Se desbordó la Broadway y la gente bloquea las dos arterias adyacentes: la calle Hill, más al sur, y la Main, al norte.

Las consignas no están coordinadas, pero todas las sabe y repite: “¡Sí se puede!” y la internacional “El pueblo, unido, jamás será vencido”. Camino por la Hill hacia el edificio de la biblioteca; el acceso a la plaza de la municipalidad está bloqueado con cercas metálicas, pero el personal de seguridad de Centro de Recursos Centroamericanos (CARECEN) con sus t-shirts color naranja dirijen a la multitud a un paso, un intersticio de poco más de un metro de ancho. “Cuidado con los chamacos”, dice uno de ellos, pero no es necesario: todo el mundo los protege y se aparta y cede el paso a los pequeños.

Juntos, los manifestantes —mexicanos, salvadoreños, guatemaltecos, peruanos, de toda Latinoamérica— se sienten en confianza, como en casa. Contentos. Viéndome pasar, un joven habla muy fuerte sobre los p… racistas de este país. Es de Glendale; él y sus compañeros llegaron en automóvil. A su lado marcha Francisco Cruz Cervantes, quien llegó desde Santa Ana en autobús. Roxana Hernández y su familia caminaron desde su casa en la zona Pico-Union. “Va a salir algo bueno de esto”, me promete. “Vamos a ser mayoría”.

Óscar Alexander, de Hawthorne, dice que los autobuses de la Línea Roja no cobraban el pasaje y llegaban repletos. “Yo tengo papeles, pero vine porque me identifico con los indocumentados”, dice el joven de Lima, Perú. “Esta ley [la HR4437] no va a salir”, me promete él también.

Un mar de blanco.

En la calle 7 y la Hill la marea humana se detiene, se desvía. Alguien está filmando para el cine de Hollywood. Como si fuera otro mundo, el de la fantasía y la distracción. Aquí es casi el único lugar donde vi policías, los que contratan las empresas cinematográficas. Tampoco están los opositores, los Minuteman, los conservadores, no se ven. Un señor que podría serlo repliega su bandera estadounidense. Es que los manifestantes izan millares, azules blancas y rojas.

Lázaro Santos, sin embargo, está envuelto en una toalla con el emblema mexicano impreso encima. ¿Por qué lo lleva? “Soy mexicano”, explica con simpleza. Y ¿qué cree que salga de la manifestación? “Pues que no nos saquen pa’fuera”, replica.

Julio González, de Durango, México, vive en Chino. Hablamos en inglés porque es en inglés su cartel, donde alude a la Constitución estadounidense y los derechos que ésta garantiza a la población. “Va a salir lo mejor”, afirma, “lo mejor”.

Desde El Sereno llegaron en tren las hermanas Alina y Michelle Escudero, que buscaban a su familia porque la multitud los separó.

La falta de organización también hace que se ausente todo lo homogéneo que hay en las marchas prefabricadas. Esto no es improvisado: es espontáneo. Los lemas son propios. Los carteles, originales. Un señor llama a boicotear el queso de Wisconsin, el estado del congresista James Sensenbrenner. Otro cartel dice “Soy taxista, no terrorista”. Otro: “Somos seres humanos, ¿que noooo? Un soldado en ropa de fajina no quiere dar su nombre completo, sólo adelanta que el propio es Fernando. “No quiero problemas”, confiesa. Lo están por mandar a Irak. “¡No a la guerra!”, grita y se despide.

Sentada sobre la vereda de la calle 4, una mujer agita un escudo y pide “10 centavos para la República de Guatemala”. Le dan más, más.

La marea que avanza por la calle Hill obstaculiza el tránsito que viene de lado contrario, de este a oeste. Muchos tocan sus bocinas en apoyo al gentío. En su enorme mayoría, son conductores y pasajeros latinos. Algunos afroamericanos. Un par de jóvenes asiáticos grita vivas desde su enorme SUV negro.

Pasadas las 2:00 de la tarde, desde el piso 31, desde donde está La Opinión, se ve al mar de blanco disipándose. Es una jornada histórica, dicen todos.