Los nouveau pobres de Los Angeles
6/29/1008
Los cambios económicos, que algunos llaman recesión, acaecen en todo Estados Unidos. Repercuten en todo el mundo. Desde el inescrutable incremento en los precios del combustible, azuzados por una especulación sin precedentes y a ojos vista, hasta el derrumbe del ramo de hipotecas fáciles y por lo mismo engañosas, pasando por un ignominioso aumento en los precios de los alimentos básicos y la caída del dólar, la crisis abarca a todos y no perdona a nadie.
Pero no perjudica por igual. Donde unos pocos se benefician y enriquecen, quienes acusan lo peor del golpe son los ya golpeados. Tanto en otros países y continentes como en Los Ángeles y sus alrededores.
Nuestra situación es compleja, porque en esta ciudad conviven personas de 140 países y 224 lenguajes. Porque constituye una cobija de parches, cosida burdamente, donde las hilachas se tocan pero no se mezclan. Porque en este área la mitad de los residentes son hispanos, muchos de ellos inmigrantes y una cantidad indeterminada sin papeles, es decir, sin protección ni representantes.
El fantasma de la inflación –técnicamente la superabundancia de circulante pero en la práctica el descontrol de los precios al consumidor- se ha corporizado ya, aunque los índices oficiales no lo reconozcan.
¿Cómo comprender lo que se viene encima, lo que para muchos no es ya la amenaza del futuro sino el maleficio del presente?
Pues con el ejemplo del pasado, con las lecciones de la historia aquí y en todas partes. Especialmente, de lo que se llamaba el Tercer Mundo, al que nos vamos pareciendo.
Ante nuestros ojos crece la economía informal, donde el ingenio y la improvisación son los reyes, en un reino sin regulaciones ni inversiones de capital ni becas ni garantías. Su proliferación enmascara un índice de cesantía ridículamente bajo. En este remolino entran mujeres que vende enseres en la vereda de la calle Sexta, o pregonan la venta de fresas o tamales o agua de coco, o algo quie hicieron en su casa, casa por casa. O cuentapropistas que venden conchas que alguien trajo de El Salvador. Cuidadoras de niños, limpiadoras de casas, buscadoras de trabajo encerrado. Quienes venden productos de Avon o simplemente perfumes o joyas de oro que compraron de otros, en redes verticales informales.
Los hombres sin educación ni oficio tienen menos opciones. Algunos ya se sientan en la esquina junto con otros jornaleros. Son jardineros, lavacoches, mecánicos esquineros.
Ante el encarecimiento del transporte, más gente trabajará en su casa en la computadora y el teléfono. Pero esta no es una opción para quien no maneja el inglés ni la computadora ni sabe vender.
Y todas estas opciones se resquebrajan: en una sociedad que no compra, tampoco se vende.
Cuando la vida se vuelve cara se encoge la clase media. Sus casas, fuente principal de su valor financiero, bajan vertiginosamente de precio. Se ven obligados a reducir el consumo, a renunciar a sus vacas sagradas: el SUV, Las Vegas, tenis de 120 dólares, el Wii. Algunos descubren el transporte público, aunque teman, como dice un lector, que estén repletos con “ilegales, bebés y pandilleros”, y lo harán mientras resista. Hay lugar para ello: el 85% del transporte aquí es con el propio automóvil. Menos del 15% utiliza el transporte público, comparado con el 53% en Nueva York
Para los otros, la opción no es comprar un automóvil eléctrico de 53 mil dólares ni un Prius de 25 mil, ni un Civic de 17 mil, sino dejar de reparar su vieja camioneta, hasta que ya no ande. Los remaches caseros otorgan a las casas una nueva fisonomía y crean la estética de lo reparado a golpes.
A estas horas, las campanas deberían estar repicando para llamar a agruparse. Los grupos sociales para cambiar de prioridades. Las luces en los últimos pisos de los edificios de gobierno deberían estar encendidas toda la noche en busca de soluciones. No es demasiado tarde.