Los enemigos


a Daniel Blumenthal,
que entró a Beirut desarmado

Ahora puedes saber que fui hipocondríaco.
No combatía mis enfermedades: las cuidaba. Mimaba esos dolores irradiantes de alguna zona interna donde secretamente tejía su savia el mal. ¡Espalda quejumbrosa!: al extender el brazo, los dedos temblaban de nerviosismo. Mi mujer me mandaba siempre a hacer gimnasia, a practicar natación que desarrolla todos los músculos. Eso sí, lo más importante es la alimentación. Nada de frituras, alcohol y menos café que es un veneno como no hay dos.
Ningún amigo me visita en donde me encuentro; quizás sea por la canícula que sigue soplando. El calor se pega a mi sombra fantasmagórica y diluida, a mi camisa alquitranada y mis ojos descansan por un breve lapso entornando hacia el vacío.
…Y ahora me vengo a dar cuenta de que hay hilachas de telaraña revoloteando impulsadas por el ventilador. Cuelgan del fluorescente, de alguna suciedad de la pared. Me levanto, la silla tiene patas de hierro que raspan chirriando la baldosa. Bebo un vaso de agua. Dos, tres vasos. Es la única manera de contar cuánta agua uno bebe. Comienzo a notar cómo fluye la transpiración. El sharav no da respiro pero tengo que terminar la nota.
Escribo mi reporte para el boletín de noticias de la mañana. Al jefe de redacción de la estación de radio donde trabajo le gustan mucho los muertos. Cuando estallan automóviles frente a las mezquitas libanesas me llama por el discado directo y me suplica que escriba una nota, pronto. Siempre pretexto que no hay tiempo, que estoy escribiendo mi novela, que me llame en dos horas más. Pero al final le entrego el informe.
“Toda la noche trabajaron los equipos de rescate a la luz de los reflectores, desenterrando de las ruinas a los muertos y heridos. Un testigo ocular dijo: no se podía ver el cielo por las nubes de moscas que cubrían el firmamento.”
En ese momento entraste y me encontraste con el termómetro en la boca. No tengo fiebre pero me pone enfermo esta guerra. Todo me da asco.
La última vez que salí de casa me abrigué muy bien; conoces mi alergia a los cambios de clima o al polvo del hogar.
En realidad no sé si estuve o no en Beirut aquella tarde. Es cierto que luego le llegó a la radio una nota con todos los detalles de mi visita. Pero podía haberlo inventado como ya hice más de una vez. O copiado. O citado a un corresponsal de la radio militar.
Es cierto también que llegué muy tarde – era casi mediodía – a la cita con el oficial de enlace con la prensa que me esperaba en el paso fronterizo de Rosh-Ha-Nikrá, sobre el acantilado calcáreo que se precipita en picada a un mar pavoroso, para guiarme a Beirut. Parece que mientras me esperaba estuvo paseando, subiendo y bajando por la carretera y observando las caravanas que ascendían al Líbano relucientes y entusiastas, y las que regresaban cubiertas de polvo y resignación. El teniente, que era joven y enérgico – obviamente, veía en la guerra sólo lo que mostraba a sus huéspedes, los periodistas – conversaba muy cordial con los soldados que pasaban por la barrera. Especialmente con aquellos que volvían del Líbano. Pasaba entre ellos animándolos: “Ahora van a descansar por fin. Quiero que sepan que el país entero les agradece por todo lo que ustedes hacen. Porque podemos dormir de noche y enviar a nuestros hijos a la escuela sin miedo. Quiero que sepan que el sacrificio de sus compañeros no ha sido en vano.” Los soldados, no tan tristes como agotados lo miraban con extrañeza y pensaban en qué contestarle, pero el oficial, sin dilación, ya entraba con paso seguro al restaurante de Rosh Hanikrá y pedía un humus.
Recordarás que odio esa cosa pegajosa y molesta, esas pastas oscuras de garbanzos que aquí se comen con las manos; me causan gases, náuseas y puro desagrado y era eso lo que el oficial comía cuando llegué al restaurante. Lo reconocí por el distintivo que llevaba en las hombreras de su camisa de dril.
Observé su tez oscura y armoniosa, la cara lampiña de quien recién ha ingresado a los veinte años, ojos negros capaces tanto de una mirada afable como de un interrogatorio penetrante, el pelo cuidadosamente recortado y un uniforme impecable. Untaba delicadamente el humus con el pan pita. Me disculpé por mi atraso con un murmullo inaudible. Recuerdo haberle dicho que había llegado tarde porque mi mujer me había encargado algunos trámites; tuve que llevar a una de las nenas al médico. Había llorado toda la noche, no nos dejó dormir… El teniente pedía un café en vaso de plástico celeste.
Me llevó a una construcción militar en el acantilado. Subimos por escaleras de piedra erosionadas. Las laderas del monte, blancas como la tiza, estaban manchadas de matas verdes. Una soldada me entregó un casco de acero, arneses de cuero que olían a nuevo y un uniforme de fajina. “Vístalo”, me dijo el teniente con firmeza, “por donde lo voy a llevar en Beirut no puede ir de civil”.
La perspectiva de vestirme de soldado israelí, con los atributos de una percepción de cruel y vencedor que compartía todo el mundo me atrajo fugazmente, pero me repuse de inmediato y comencé a protestar: en primer lugar, yo no había sido jamás soldado combatiente; no había hecho ningún servicio militar. Ni siquiera era ciudadano del país; además, representaba un medio de prensa extranjero que no debía ser identificado con alguna de las partes. También podía llegar a ser peligroso que algún árabe me tomase por soldado israelí. Por último, no creía que las medidas de la ropa eran las correctas, mi señora es la que generalmente me compra la ropa, y para esta ocasión me había planchado un traje de safari muy cómodo con el que haría buen papel entre mis colegas reunidos en un café muy de moda en el barrio norte de Beirut. Pero respondió que no había muchas probabilidades de que me confundieran por mi grabadora y la máquina fotográfica, porque me daría una tarjeta de identidad de mi condición de corresponsal extranjero en el Líbano y porque el jeep en el que viajaríamos exhibía carteles de la unidad de enlace a la prensa y, en fin, esa era la orden. Después olvidó lo de las credenciales y no las tuve cuando más me hicieron falta.
Subimos al prometido jeep y nos unimos a una larga caravana de camiones del ejército que estaba por partir hacia el norte. Algunos de ellos llevaban explosivos; otros, comestibles, ruedas, carpas, combustible, equipos de comunicación. Viajaban con nosotros muchos soldados con sus fusiles, cascos, chalecos antibala, amplios bolsos con todas sus pertenencias. Pasaron horas y se produjo una gran gritería, parecía que no salíamos más y él comenzó a impacientarse y a pasear nervioso por los camiones. Lo llamé para calmarlo. Hablamos entonces de mi hermoso país y por un rato una nube de tranquilidad nos rodeó, separándonos del grupo. Después comenzó el viaje.
Ascendimos por una pista accidentada y culebreante. La gente nos saludaba. Viajamos por espacio de varias horas en el centro de la caravana. Por tramos el oficial insistía en que me pusiese el casco, como lo habían hecho todos los soldados. Otras veces, me reprobaba en silencio con su mirada oscura y ya esquiva cuando yo me lo quitaba para rascarme la cabeza y colocarlo a un lado, distraido, para revisar mis grabaciones y textos. El clima y el paisaje cambiaban. Estábamos ingresando a una tierra diferente, ajena. Las casas de paredes blancas desaparecían con rapidez. El teniente hablaba sin parar y descuidaba el volante, señalaba en el mapa los combates victoriosos, los focos de resistencia que aún no se habían rendido, la dirección de avance de las tropas.
El cuadro de lo que sucedía en Beirut que me proporcionaba mi guía era parcial y tenebroso. Se limitaba a explicar que, en general, varios bandos se disputaban el dominio de la ciudad. Reconoció confusamente que los palestinos todavía mantenían en su poder algunos barrios. Los cristianos los acosan por el flanco norte; los sirios aún no se han replegado completamente aunque el grueso de sus unidades abandonó la región. Los efectivos del ejército libanés están acantonados, inofensivos, en sus cuarteles. Se erigieron barreras por todas partes y no conviene perderse.
Mi interlocutor hablaba señalando alternadamente el mapa y el camión que lo precedía. Yo no sacaba la mirada del camino, no podía ni quería; los apretados naranjales del comienzo, las bases de Naciones Unidas, casi desiertas, desde donde algún centinela saludaba aburrido el paso de la caravana, los cultivos de maíz, la metamorfosis que sufría el mar, el Mediterráneo, a lo largo de la carretera costera; todo pasó inadvertido para el teniente. El mar celeste y soleado al que me había acostumbrado en mi labor en Israel iba desvaneciéndose y cada vez predominaba más el Mediterráneo libanés, oscuro, banderas blancas sobre cada terraza, muchos edificios abandonados a mitad de su construcción. Algunos niños nos miraban detrás de los trapos blancos, pero él no veía nada de esto, estaba explicándome cómo vivían los locales cuando el ejército entró al Líbano. Los ojos, fijos en el mapa, le brillaban de tanto cumplir la misión, los niños nos saludaron cuando la caravana se detuvo a un costado del camino, se acercaron confiados y entonces él se desprendió de aquel mapa, su mirada giró y se posó en los pequeños, los saludó alegremente. Advertí que hablaba árabe como ellos, con fluidez y naturalidad, como si fuese árabe él mismo, como si fuese uno de ellos en realidad. Irradiaba una corriente irresistible de simpatía. Por un momento, yo también lo admiré y al mismo tiempo lo celé y envidié desde mi coraza de aparatosidad y parsimonia, mi actuación casi continua y la eterna presencia de un lecho de angustia detrás de todos mis actos.
Las construcciones se hicieron más modernas a medida que dejamos atrás Tiro, Sidón y Damour. Luego vinieron los puentes, primeras casas de varios pisos, las características terrazas de Beirut, nuevamente el mar que se había ocultado y reapareció más oscuro que nunca. Beirut se acercaba y todo me recordaba un viaje en tren a París muchos años atrás. Todos estaban ansiosos por llevar el viaje a su fin. Pero para mí, la vivencia era ésa, precisamente: estar llegando, observar cómo a cada estación ferroviaria la provincia iba desapareciendo y se venía París, crecía París, se desarrollaba de a poco en los carteles cada vez más representativos de la metrópoli, en la gente que comenzaba a vestir la elegancia legendaria, la publicidad consumista, el gentío que se acumulaba, el modelo nuevo de los automóviles, la voz del revisor que pasaba por los vagones y que se hacía más estentórea, hasta que cuando llegamos a la estación central de la ciudad, ya no cabía duda, era allí, era la culminación del viaje, París engullía y era completa. También Beirut se anunciaba con agujeros en las paredes de las casas: los hoyos tenebrosos causados por las piezas de artillería, los de las ametralladoras pesadas, la sutura que dejaban las balas; con vidrios destrozados y caras preocupadas, pero también con hermosos chalets y negocios elegantes. El sol golpeaba distinto, un viento brusco me hizo cerrar las ventanas de plástico del jeep y enfundarme en mi uniforme prestado.
Llegamos a las adyacencias de Beirut, donde nos despedimos de la caravana y seguimos hacia el centro de la ciudad. A mi alrededor, veía caras tranquilas, comercios repletos, cafés atestados, soldados israelíes por todas partes ejercitando la actividad primordial de las fuerzas armadas: la espera y el ocio. Por un instante, me resultó difícil creer que todo esto correspondiera al cuadro que mis colegas habían descrito tantas veces como agorero de la muerte. Lamenté entonces no haber venido antes, haberme perdido uno de los lugares más interesantes del mundo. Tiene que haber existido algo especial, una razón desconocida para que yo no hubiese querido venir antes, más allá de mi pereza y mi hipersensibilidad.
Había avanzado la tarde cuando nos detuvimos en una comandancia de las falanges maronitas que cooperaban con Israel. Estaban a punto de asumir el poder y siempre se mostraban impecablemente vestidos y peinados.
Nos asignaron un conductor – inolvidable su aspecto de combatiente bravo y la vincha alrededor de su frente, insignificante su nombre – que nos habría de llevar a la meta final de nuestro viaje; aparentemente, un punto de observación desde donde podríamos apreciar los emplazamientos del ejército sirio, pero desde el norte, más allá de la línea alcanzada por Israel. Antes de partir, mi compañero se dedicó a una breve conversación con algunos funcionarios u oficiales falangistas a quienes parecía conocer. El teniente y los maronitas hablaron reservadamente por un rato; después comenzamos el largo paseo por Beirut y sus alrededores.
Yo no dejaba de pensar en mis colegas, los otros corresponsales que estarían a esas horas reunidos en un café de Yunia. Repetidas veces sugerí al teniente que fuésemos allí para encontrarlos y quizás incorporar a alguno de ellos a nuestro viaje. Pero el vehículo comenzó a pasear por las estrechas callejuelas de la ciudad dando vueltas como un trompo, sin detenerse casi en ninguna parte, salvo para permitir entrecortadas explicaciones del conductor y las traducciones del oficial. Y éste hablaba en voz cada vez más dura, su semblante se había vuelto sombrío y tenso, sus descripciones se hacían más cortas y ásperas mientras el jeep me mareaba con sus saltos y casi no alcanzaba a fotografiar, a grabar, a pensar siquiera un poco.
Habían pasado horas. Estaba anocheciendo. Cuando cruzamos una larga cola de refugiados que esperaban algún certificado, un pase, quizás el permiso de retorno al hogar, o bien para alejarse de sus casas bombardeadas, o unirse con sus familiares, o reconocer sus cuerpos masacrados; cuando como un suspiro y con un chirrido nuestro jeep pasó al lado de aquel grupo y reventó impasible la fruta que las palestinas vendían a los refugiados, percibí una presencia blanca.
Como sabes, estoy acostumbrado a lo inusitado. Perdí la capacidad de asombrarme que tenían mis antepasados, y son pocas las cosas que me sorprenden. Pero esa presencia era acariciadora, extraña, penetrante. Algo que continuaba aunque me fuese.
Seguimos como una exhalación. El oficial de enlace silbaba suavemente para mitigar el nerviosismo, completamente ajeno a la aparición. Subimos por el monte para lograr la visión panorámica; después iríamos, prometeió, a Yunia. El lugar parecía apacible y tranquilo y encontré un excelente punto de observación a pocos metros de donde nos habíamos detenido. Allí me ubiqué, solo, porque él no quería separarse del conductor. Estaba contento de gozar de unos minutos de silencio, necesarios para rehacer mi espíritu. Quedé absorto mirando la ciudad que encendía sus luces allí abajo y no ví a los primeros que llegaron corriendo pesadamente y pasaron muy cerca de mí; otros fueron descendiendo por la ladera. Cuando reparé en la marea y quise volver al automóvil tuve que abrirme paso, grabadora y máquina fotográfica enarboladas en alto, entre el gentío vocinglero que bajaba, no sé de dónde, a la carretera por la que habíamos llegado. Poco faltó para que me arrollaran y me llevaran consigo allí abajo. El y el conductor me recibieron con la mirada gélida.
Y dentro de esa avalancha divisé nuevamente a la presencia blanca destacándose entre el ropaje oscuro del resto, oculta a veces por los tules de las mujeres en luto, por los burros que llevaban hogares enteros a cuestas; entrevista luego entre los mangos de cuchillos y fusiles de toda fabricación y procedencia.
“En esta región, quien no tiene un fusil es hombre muerto”, me dijo después el oficial de enlace, con la cara ya contraída y cubierta de polvo, igual que los soldados que él mismo había consolado en Rosh Hanikrá. “Cuando llegamos aquí encontramos fusiles empaquetados con nylon y guardados en el refrigerador”, agregó, iniciando una conferencia fabulosa sobre la procedencia de las armas libanesas, palestinas, sirias e israelíes. Yo grababa, anotaba, asentía a veces, preguntaba otras, pensaba en la presencia blanca. Seguimos viaje.
Cuando la vi por tercera vez, quince kilómetros más al norte, había caído la noche. Estábamos a orillas del mar, en la playa maravillosa donde se bronceaban las más bellas mujeres de Beirut, funcionaba una discoteca, un baño turco y un café con todos los lujos de Oriente. En la terraza, sorprendentemente vestidos de civil – y no como yo, de soldado – distinguí a mis colegas reporteros y periodistas inclinados sobre grandes vasos de anís mezclado con agua fría. El conductor llevó el jeep hacia el estacionamiento para bajarnos en aquel café, para promediar así este viaje y comenzar a darle fin. Quizás podría dejar a mis dos anfitriones y volver a casa con mis colegas, no quería más Beirut: me había alcanzado con el largo viaje, con arribar, la llegada era bastante. Gracias teniente, gracias oficial de enlace, gracias ejército, gracias por tus conceptos, tus apreciaciones; es hora de comenzar a pensar en volver. Entremos al café y basta y no más.
Pero la presencia blanca, descalza, inquietante, de ojos enormes, negros, bellos, estaba allí, a la puerta del café, custodiando la entrada, cerrándome el paso, vestida de blanco de pies a cabeza. Me revoloteó el alma. Y ya no pude ver a nadie más, una serie de líneas inconexas de pensamiento me cruzó la frente, se me antojó que no era a Beirut a la que había venido a conocer sino a Ella, que cual fantasma me había seguido durante el viaje por la ciudad para adelantarse a mis deseos. Me sentí suavemente excitado por aquello, a lo que yo no quería ni podía definir porque no sabía aunque anhelaba que aquello fuese una mujer y no un espíritu, que encarnase el deseo rondando en mi busca, el final irrevocable de una vida de tribulaciones y esperar que algo sucediese más allá de los informes rutinarios sobre lo que los otros habían realizado.
Me parecía que ella me llamaba con un gesto extraño, los brazos juntos, a la altura del pecho, abiertas las palmas hacia arriba, semejando una bandeja, y luego, el descenso de los dedos tibios a lo largo de su cintura hasta apuntar el suelo, y lo repitió varias veces, y yo no veía más que sus ojos entrecerrados como cuando se sonríe o se besa o se siente miedo. Entonces partió veloz, casi revoloteando, se fue alejando de la puerta del café sin dejar de repetir aquel aleteo.
Sin decir palabra, detuve mi caminata, di media vuelta y ante la mirada atónita del conductor y del teniente que llevaba su mano al revólver, me lancé detrás de ella corriendo. La presencia huyó. . .

***

. . .adentrándose en las callejuelas de una ciudad para mí totalmente nueva. La Beirut que había visto hasta aquel momento no era sino fragmentos entrecortados de un filme épico, un folletín turístico cromado y frívolo. Esta ciudad en realidad era negra y hervía, era de humo sofocante; de miradas fugaces y pasos veloces, llantos de criaturas humanas y de animales, la violación de una promesa de sedimentación y aliento.
En mi carrera tras la túnica blanca me sentía ebrio de gozo, libre de la losa de angustia que me acompañaba hasta la última mueca durante todos mis días. Paulatinamente me olvidé de cómo había llegado. Mientras corríamos ví piedras encimadas en el camino, ceniza, niños acurrucados, automóviles carbonizados, restos de cerezos. Dejé lejos al jeep. Abandoné casi enseguida mi grabadora y al final arrojé a un montón de escombros la máquina fotográfica, una Leika que mi mujer me había regalado poco antes y que había soñado poseer toda mi vida. Seguí corriendo tras la presencia que se escurría por las paredes, desaparecía en una esquina para reaparecer triunfadora en otra, por las calles estrechas y fantasmagóricas de Beirut al acecho como un tigre.
Cuando los dos caños de fusil se clavaron transversalmente en mi pecho me detuve de un solo aliento, con mi corazón dado vuelta, con la imagen del mundo invertida de una vez por todas y para siempre, desesperado por haber perdido la pista de la presencia y el recuerdo del oficial de enlace y entre las dos caras feroces que me miraban fijamente, amenazadoramente, como si me hubieran reconocido por mi uniforme ajeno, por mi uniforme extraño de soldado israelí en este barrio aún no conquistado, en la barrera que a todo lo ancho del camino ya de polvo, ya lejano del mar y de mi casa, separaba entre dos partes ignotas de una ciudad de mentira: entonces la mujer se detuvo, avanzó con timidez reapareciendo para mi vista, arrastrando los jirones de una túnica que había sido blanca, agitándose por el supremo esfuerzo que había realizado y se acercó paso a paso adonde yo estaba, clavado e inmóvil porque uno de aquellos hombres sin pronunciar palabra había apoyado un cuchillo sobre mi pecho, y posó en mi sus ojos.
Entonces te vi tal como eras. Fue entonces cuando te miré, vida mía, por primera y última vez.