Jaike, mi amigo
Bajito y narigón, al caminar Jaike se mecía de un lado para el otro. Era el jefe de los enfermeros del batallón. Rebosaba simpatía, una sonrisa llena de dientes blancos de su boca grande y sincera, las mejores bromas, la amistad desinteresada, los ojos buenos. Soñaba con recorrer los Estados Unidos en motocicleta, vivir allí por un tiempo y luego volver “para casarse” y lo seguía soñando por lo menos hasta el año pasado, cuando lo perdí de vista entre los matorrales del olvido y su imagen comenzó a desdibujarse junto con los paisajes volcánicos o desérticos que habíamos compartido. Me contó esta historia simple en una noche de guardia, o quizás en una tarde tórrida y clara, cuando – tendidos en nuestros catres – practicábamos la actividad más frecuente de la vida militar: la espera.
De niño vivía en Mamila, el barrio de Jerusalén enclavado a un escupitajo de la vieja frontera con Jordania, cerca del Valle de Hinom. En la antigua Jerusalén mataban allí a las mujéres adúlteras arrojándoles piedras desde las alturas de la muralla. Este y otros atributos del valle explican que su nombre sea el origen de la palabra hebrea para infierno: Gehenom.
Más abajo corría el Canal de Hezequías que recogía en tiempos de los romanos el agua cristalina del mananatial de Shiloah. Del canal había quedado sólo un túnel, largo y lóbrego y oscuro para la memoria del muchacho, quien lo comenzó a frecuentar inmediatamente después de la conquista del 67.
Jaike tenía entonces quince años y recorría descalzo aquellos laberintos nuevos y esos montes pálidos que habían sitiado hasta entonces su barrio natal y pronto conoció de memoria el camino y lo pudo cruzar corriendo y después con los ojos cerrados, guiado por la suave pendiente, por el gorgoteo de la corriente y los gajos de luz practicados en las paredes. Finalmente fue suyo aquel túnel de inscripciones extrañas, nombres y fechas incrustados en la roca primaria por generaciones de exploradores como él, y una tarde de verano cuando ya se alargaban las sombras y enfriaba el suelo sopló en Mamila un viento repentino y perturbador desde el desierto de Judea, que oscureció el cielo y estremeció las almas y Jaike transpiró al entrar a su canal, anhelando emerger ya del otro lado, para bautizar su frente en la materia gélida del manantial y sentir en los dedos de los pies el cosquilleo de la corriente bienhechora.
Tan absorto lo tenía aquel deseo que no vio a la muchacha que avanzaba con los ojos cerrados y de memoria desde el lado contrario, hasta que la tuvo asida por la muñeca, temblando los dos, y los envolvió totalmente y sin remedio una resina dulzona de pinos, el pelo ensortijado de cabras negras, miel, zaatar, aceitunas golpeadas. Juntos levantaron una nube de olores desconocidos y mezclados que pertenecían al sitio vedado, el de los cascos chatos de los legionarios jordanos y ella arrojó a las galerías un solo grito ahogado que se perdió dando golpes y se zambullo en los charcos.
Después, contaría Jaike, los dos se miraron sin hostilidad y casi curiosa ella apoyó su mano derecha, los dedos hoscos de uñas romas extendidos sobre el hombro izquierdo de él, como invitándolo a bailar o como empujándolo con delicadeza hacia atrás. Pero no bailaba ni lo empujaba sino que casi flotaba en el aire aquella mano grande de chiquilla, solo rozando el pecho de Jaike, quien mudo de incredulidad la abrazó por la cintura con fuerza y ya sin turbación, y cuando ella reaccionó y su pecho adolescente se agitó y sus ojos se dilataron para que el pudiese ver en ellos la súplica, él recuperó el habla y el eco del valle del infierno le devolvió su grito en árabe:
“No te muevas, no te vayas, te juro que no te haré nada.”
Y en seguida el vestido de la niña fue un mar para la vergüenza y los dos chapotearon empapados muy cerca de la salida con sus pies de barro y aunque ella forcejeara él jamás aflojó su asidero y la dejó allí finalmente magullada y quizás media muerta, porque había consumido sin amor y sin apego su último recorrido por el túnel, su primer acto de hombre, su primera acción de ocupante.