Identidad latina

Aquel día llovió como sólo en la ciudad desértica y árida que es Los Ángeles puede llover: un chaparrón enojoso que mojaba los huesos y confundía el alma. Me refugié en un café Winchell’s en la esquina de Beverly y Alvarado, mientras esperaba que en el taller de enfrente repararan mi carcacha del 86.

Por el aguacero, se amontonan clientes. El refugio y el café fresco los tranquilizan. Un cuarentón de tez oscura abraza efusivamente a dos adolescentes de piel clara. Una señora cuyo compañero salió del local hace 10 minutos lo sigue llamando desconsoladamente desde adentro, sin atreverse a desafiar el aguacero. A un trabajador que espera en el mostrador a que le sirvan su orden las empleadas lo regañan por mal hablado y él insiste:

“Es que soy tan grosero, ¿verdad?”.

Y al fondo del corredor, una pareja de ancianos conversa en voz baja. Ella lo llama Joe. El no la nombra. El podría parecerse a Vicente Fox, porque es altísimo y con mostacho, si no fuera por el tono pálido de su epidermis. Ella fue hace mucho rubia y quizás bonita. Visten como indigentes, pero no como los homeless. Son los dos únicos blancos presentes, exceptuándome. Todos los demás somos latinos.

A punto de irse, la pareja pide utilizar mi teléfono celular. Mientras la mujer habla, converso con el “Vicente Fox” blanco. Terminada la llamada telefónica y agradecido por el gesto, el hombre se despide:

“Adiós, gracias”, dice Joe, “y no dejes que te traten aquí mal porque eres americano”.

Y se va, dejándome sorprendido, disgustado, temeroso.

Como tengo la piel blanca y el pelo amarillo y la cara europea, la gente me confunde a menudo como un “anglo”. Soy latinoamericano.

Pero las apariencias engañan, y para mi interlocutor lo único que contaba eran los estereotipos raciales. Quizás él se sentía, en el café, como si fuera una minoría entre un grupo mayoritario de latinos que él ni comprende ni respeta. Por eso se equivocó, y pese a mi acento pesadamente argentino, se animó a expresar su racismo.

Joe no es el único que se confunde. Sucede que hispanos me hablan en inglés, por amabilidad, aunque ellos mismos no dominen el idioma. Cuando respondo en español me observan con curiosidad, y tratan otra vez en inglés. Quizás no se dieron cuenta que les hablé en español o quizás me tomen por un gringo condescendiente.

Para estadounidenses blancos, la idea de un “hispano blanco” es extraña. También a muchos hispanos los sorprende.

Todo esto confirma que el concepto “raza” es una construcción social, un invento político. ¿Para qué? Quienes gobiernan lo usan para denigrar a un grupo y elevar a otro y mantener su poder. Se aferran a una característica física menor —el color de la piel, de todas las cosas— y le confieren una escala de valores donde cuanto más claro, mejor. Aquí, esta división se usó para justificar la opresión de los nativoamericanos y la esclavitud de los africanos.

Las diferencias en el tono de la piel son convertidas entonces en patrones de identificación, para calificar a los otros, para encasillarlos, clasificarlos en categorías, para definir quién es bueno y quién es malo, una política de separación y antagonismo.

Y esto es especialmente devastador y denigrante para los inmigrantes, quienes en sus países de origen vivieron bajo un diferente régimen de identificación, donde eran más respetados por su entorno.

¿Cómo hacer para revertir la situación? ¿Cómo educarnos?

Quizás yo debería haberle dicho algo a Joe.

Publicado en La Opinión el 03/31/2005.