II: Iafo
Parte II: Iafo
1
Está edificada encima de un promontorio rocoso a cuyos pies el puerto se extiende como una mancha de aceite, que lame las casas y protegido del agua por un muelle natural. Dice la tradición que fue fundada inmediatamente después del Diluvio y que Iefet, tercer hijo de Noé, fue su fundador. Hasta aquí llegó en su exilio. Otros afirman que fueron los cananitas quienes la crearon hace cuatro mil años a orillas del Mediterráneo. Tres siglos después, una fuente egipcia la cita como una de las ciudades conquistada por Thutmoses III y luego aparece en la lista de conquistas esculpida en el templo de Karnak.
En árabe, su nombre significa fortaleza. Es interminable, no en su extensión sino en su profundidad, no en la cantidad de su población actual sino en la que la pobló desde la noche de los tiempos. Tiene ramificaciones que se mezclan la corteza terrestre y barrios que se metamorfosean con la roca primigenia.
El paso del tiempo y las conquistas y matanzas sucesivas en esta ciudad que no se descontinuó nunca, rajaron la roca que subyace por debajo, y el tiempo de las aguas penetró a profundidades inimaginables. Débil ante los hombres, fue esa la manera de Iafo de conquistar nuevos predios. El culto de su gente permitió que su volcánico tumulto, la inquietud de su aleteo de murciélago, empapara la tierra debajo del océano y llenara sus vibraciones de actividad urbana. Creció como dentro de una placenta, cada siglo ignorando sus destrucciones ampliándose de manera tal que si se hubiese podido incorporar, hubiera levantado al país todo como si fuese una cuchara gigantesca. Eso explica que debajo de la intersección de las calles Iefet y Luis Pasteur se encontró la entrada secreta a un cementerio subterráneo, laberíntico, cuyos límites todavía no pudieron establecerse: aún no han regresado las tres expediciones que partieron años atrás para recorrerlo y delimitar sus fronteras, aunque se mantiene contacto con todas ellas y se sabe que siguen explorando entusiastas.
Las tumbas encontradas debajo de la ciudad maravillan por su simple e impresionante diseño, por su variedad, porque fueron reconocidas como pertenecientes a los períodos persa, helenístico, romano y bizantino, y por su sobrehumano tamaño. Algunos de los sarcófagos de piedra -seguramente de filisteos- tienen ocho metros de largo por dos de ancho, y no se ha encontrado ninguno en el mundo que se les parezca.
Iafo fue el objeto de la codicia y el deseo de todos los conquistadores del mundo antiguo. La invadieron hombres de los mares y fue defendida por una pequeña colonia filistea. Cien años después, la habitaron los miembros de la tribu de Dan. Durante el reinado de Salomón, su puerto sirvió a Jerusalén. Allí se descargaron los cedros del Líbano, que fueron usados para la construcción del Templo, los que no se quemaron en su incendio. Jonás en su viaje la atravesó, antes de padecer el destino final de quienes cuentan cuentos. Fue conquistada por Senacherib, rey de Asiría.. Otros cien años después, Eshmunezer, rey de Sidón, la reclamaba y recibía del rey de Persia, y los sidonitas la poseerían hasta que Alejandro Magno la hizo ocupar por su importancia como puerto. Luego de la muerte de Alejandro, la ciudad pasó alternadamente a manos de Ptolomeos y Selúcidas. La rebelión de los Hasmoneos la conquistó en un huracán y Simeón el Macabeo, el más venturoso de los cinco hermanos, la ocupó. Quedó en manos de los judíos nuevamente, hasta que se apoderó de ella el emperador romano Pompeyo. Vespasiano la declaró ciudad libre y permitió que acuñara sus propias monedas. Quedó en manos de los romanos por cuatro centurias hasta pasar a dominio bizantino. Luego, los musulmanes la conquistaron y la hicieron puerto de la capital, Ramle, hasta que los cruzados la ocuparon y la desarrollaron como puerto de Jerusalén. Después de la victoria de Salah a-Din, cayó bajo la hegemonía musulmana, pero Ricardo Corazón de León la recuperó para la cruz. No por mucho tiempo: el tiempo era una solución líquida que flotaba a través de las venas de la ciudad, fluía entrando por su cabeza, huyendo por sus pies y dejándola intacta y casi inmaculada. El sultán egipcio Baybars I la conquistó después, exterminó a casi todos los cristianos y destruyó la ciudad. Durante casi cuatrocientos años Iafo sobrevivió disfrazada de pequeño pueblo, y sólo con el gobierno turco renovó su desarrollo.
El deseo por Iafo duró milenios. Napoleón trató de hacerla suya y su artillería atravesó los muros. Una epidemia de plaga brotó en la ciudad, y Napoleón no dudó un minuto en mandar envenenar a todos sus soldados enfermos. Pocos meses después retrocedía sin embargo a Egipto y Iafo volvía a manos musulmanas. Fue compartida por sultanes locales, egipcios y turcos hasta que el victorioso ejército británico la ocupó.
Cuando los blindados israelíes rompieron el cerco a su propia ciudad de Tel Aviv y penetraron en Iafo, promediaba la guerra del 48. Una guerra-tragedia igual a todas; los refugiados judíos de los campos de concentración nazis se amontonaban en los puertos y eran llevados sin miramientos a un entrenamiento relámpago y desesperado, después del cual los camiones de la noche los llevaban a lugares ignotos de nombres cerrados e impronunciables para esos sobrevivientes del Holocausto: Latrún. Bab-el Wad. Gaza. Delante de las columnas regulares árabes que retrocedían ante el ejército judío, caminaban los refugiados palestinos con su mundo sobre la cabeza, como animales herbívoros, el universo invertido y los ojos llorosos de tanto jurar regresar un día. Iafo sufrió algunos de estos horrores; de otros se salvó. Pero desapareció como ciudad.
Un espasmo entonces azotó la tierra, que se agitó como culebra.
Después de muchos siglos Iafo volvió a manos de los judíos y fue tragada en el espantoso silencio que sigue a las guerras, engullida sin derecho al último suspiro con la rapidez con que desaparece la presa, sin tiempo siquiera para sentir el espanto. Fue anexada a Tel Aviv y su crecimiento se cortó. Siendo un sitio de tumbas encontró la ciudad su propia muerte, anexada, digerida, deshabitada, recluida entre rascacielos al norte y viviendas para los nuevos inmigrantes al este. Mira al Mediterráneo sin que el mar se atreva a mirarle a los ojos, con peligro de ser arrojada de allí en cualquier momento. Iafo, ciudad triste, habitada por árabes abrumados que luego de la gran huida quedaron en el lugar, en algún sentido verdaderos refugiados. Árabes esmirriados y viejos que jamás huyeron. Árabes de ojos aceitunados y mirada censora.
Sus casas ocupan ya sólo dos calles, dos surcos cada vez más angostos de casas viejas; perros y gente desamparada recorren las noches entre charcos de soledad, zonas de prostíbulos y falsos teatros.
Los edificios nuevos que la rodean, monolíticos y cuadrados, contemplan desde las alturas aquellas casas condenadas. La Iafo árabe es sólo una barriada de mujeres y hombres apagados con niños siempre fatigados, que descansan sentados en las veredas. Tomados de la mano, pasean en pequeños grupos: dos varones, por separado; dos muchachas, por separado.
En las manos de los dos jóvenes hay libros. Están discurriendo alguna lección. Así aprenden. Recitan de memoria. Uno examina al otro. Así estudian. Pasan cien automóviles en la calle Iafet, frente a ellos, camino al barrio comercial de Iafo “la Vieja”, “la Antigua”.
Esa pretendidamente antigua Iafo no había cumplido veinticinco años cuando la visité para investigar la suerte de Eli Katz, quien su calidad de militante de una organización comunitaria que buscaba desahogo, raciocinio, el encuentro feliz y revolucionario de todas las comunidades, había activado en ella.
En Iafo perseguí el rastro de Katz y busqué las huellas de su hálito.
La magnificencia de la ciudad antigua fue reducida a una falsa réplica tamaño natural, a un mapa imaginario de lo que la ciudad fósil que crujía, hubiese sido si en lugar de plástico sobre basalto y cemento sobre argamasa, la hubiesen dejado vivir. Allí yace inerte e infecunda a partir del mismo momento de su concepción, una versión flamante de Iafo trazada por una mano malvada: pareja y limpia, infestada de galerías de arte. Pintores solitarios se desviven por vender su producción repetitiva y estúpida a cualquier turista, nórdico o no, con la mirada suficientemente alborotada e intranquila para asegurarle al dueño de la galería, al pintor, al audaz empresario de su propia pincelada, que aquí hay negocio y que las explicaciones sobre sus orígenes étnicos y la influencia que cualquiera haya ejercido sobre él pueden ablandar el corazón de su sujeto y abrirle el camino a su bolsillo supuestamente repleto de dólares. Y después los clubes nocturnos, restaurantes de lujo y calles con los nombres de los signos del zodíaco. Alrededor de ellos, la Iafo real, la otra, la árabe, respira tristeza sin venganza.
Quedaban en aquellos momentos en la tierra de nadie, algunas casas en las que convivían judíos y árabes. Los árabes a quienes Katz visitó al principio le sonrieron; cuando lo hicieron pasar a sus casas miraron por encima de su hombro hacia la puerta, ofrecieron un delicioso té con menta, afirmaron que todo iba bien, que las relaciones con los yahud eran excelentes. Después las cosas cambiaron. A medida que profundizaban en las oscuridades de sus patios, revelaron ante Katz sus antiquísimos rencores, odios muy bien guardados, huellas de las huellas de otras humillaciones; el desánimo invadió sus ojos que ahora sin embargo miraban a Katz más directamente y sus manos inertes se dejaron caer a los costados de los cuerpos, cuando denunciaban alguna injusticia de la municipalidad, la negación de un trabajo, magnificados en su visión por la perspectiva de los oprimidos.
En una de aquellas casas, en las que las familias judías y árabes ya habían convivido juntos cuarenta años, Katz habló emocionado con los representantes de los dos pueblos reunidos en una misma habitación; en la pared, un dibujo de la mezquita de Omar. Corte de pelo militar, sin bigote aún, los modales cuajados en la disciplina que había comenzado a adoptar como fuente de aprendizaje, Katz hablaba de los comités conjuntos de vecinos, de la organización independiente del barrio contra la inminente destrucción de las casas por las empresas turísticas, ávidas de instalar complejos hoteleros o lujosos centros comerciales frente al mar.
Especulaba para sí sobre el carácter social de los dueños de casa; observaba cómo preparaban una merienda: había pita, mantequilla, humus, un plato rebosante de miel cristalina, otro con hojas desmenuzadas de orégano. Servían té y café, qué prefiere Eli, o bien cómo quiere que le llamen, ninguno de ellos pregunta todavía ni lo hará después de dónde vino ni por qué o qué quiere de nosotros, aunque asienten silenciosamente entre sí en la solidaridad de los oprimidos respecto al acento indudablemente extranjero de su charla exuberante. Katz ensaya la más amplia de sus sonrisas, le duelen las mandíbulas. Cuida el honor, suyo y el de sus anfitriones. No consigue comprender cómo jamás hayan pensado en organizarse, piensa. No acepta que la desazón los paralice. No acata la lógica de su derrota. Es importante que se movilicen.
En un grato ambiente concluye la comida; los vecinos judíos, con los ojos agradecidos, se van. Una de sus mujeres abraza con familiaridad y sin temor a la mujer que preparó los platos, acaricia la lana de su abrigo verde, le mira a los ojos durante algunos instantes. Desaparecen por los escalones. Sobreviene silencio, Katz piensa, muerde una manzana. Quizás no confían realmente en los judíos. Quizás son hermanos y hermanas solamente durante esta hora. Solo para él. Pero los árabes no confían siquiera en sí mismos. Uno de ellos se acerca y le dice: “dos de cada cinco jóvenes árabes en Israel colabora con el Servicio de Seguridad”. Y el árabe confianzudo sonríe significativamente, y le guiña un ojo sin malicia, para hacerle entender que si bien lo escuchaban con atención, ellos comprendían, o sospechaban, o sabían fehacientemente, o temían, o esperaban, que él mismo, en vez de ser un idealista reclutado a tres años de servicio militar en el ejército israelí, fuese un enviado de las autoridades, un operador más en los omnipresentes Servicios de Seguridad, una muestra más – elemento de valor altamente satisfactorio para los habitantes de la Iafo marítima e invisiblemente vencida – de que el país se preocupaba por ellos. Gracias al país por tomarnos en cuenta, al punto que su servicio secreto nos envía un agitador profesional para que tengamos con qué jugar. Comité sí, comité no; partido obrero sí, partido obrero no. Qué importa. Algunas noches las pasaremos juntos, algunas aventuras divertidas las comentaremos entre humo y recuerdos de algo que fue ternura, expresaba el confidente en aquel guiño, y acariciaba la esperanza de que este joven tan distinto fuera en realidad lo que él afirmaba que era.
Katz buscaba a los obreros de Iafo para que formen el partido árabe-judío. Ningún lugar más adecuado para hacerlo, pensaba, que allí, donde el oprimido lo es doblemente, en su calidad de paria social y pueblo sojuzgado. Desdeñaba en cambio al estudiante árabe de las universidades israelíes, que insistía en hacerse llamar con un nombre hebreo: Iosi, Iarón, Roni, en lugar de usar el suyo verdadero, su nombre-cifra inconfundible de carraspeo duro. Su nombre que lo enlazaba a la tierra que debía abrazar, luego rociar con la savia de su propia figura y futuro y finalmente observar su crecimiento a partir de la interrupción de su propia carrera hacia la muerte, a pesar de su pose de vendido, sin remedio y para todas las generaciones. Los habitantes de las aldeas árabes tampoco interesaban a Katz ni a sus compañeros: eran sólo campesinos y a veces ricos terratenientes; al fin y a al cabo reaccionarios, apegados a su tierra, temerosos de cualquier progreso, irremediablemente desconfiados; en cambio, los obreros…
Katz no comprendió hasta el último momento que mucho antes de que él llegara a Iafo, ésta ya había sido inventada, descubierta, invadida y abandonada por decenas de revolucionarios como él: misioneros cristianos, simples y adobados en las tardes frente al Mediterráneo; agitadores nacionalistas de frente rubicunda; asistentes sociales, algunos actores apasionados y luego famosos y polémicos, ilusionados todos por la romántica de la desesperación, o una nutrida y simpatiquísima delegación de mujeres sionistas, señoras judías ricas de Miami Beach, que pasaron en la tarde sobrevolando en su autobús, o algunos oficiales de policía árabes bien intencionados, con enormes deseos de doblegar el imperio de la delincuencia, limpiar los patios de las escuelas que de noche se llenaban de botellas rotas y colillas de hashish.
En fin, Iafo era para el habitante esnob de Tel Aviv lo que una reserva de indios para algunos estadounidenses: lugar de consuelo para sus sentimientos humanistas, sitio en el que podrían fotografiarse con un indio verdadero recién salido del huevo. Las casas de los vecinos de Iafo eran lugares de recepción ocupados por fabricantes de ilusiones alrededor del reloj, en donde habitantes y vecinos cambiaban periódicamente de piel, opinión y credo, en una espera cada vez más somnolienta y gastada de la redención externa.
No quieren ayudarse a sí mismos, se decía Katz desalentado, porque a las reuniones venían cada vez menos personas; habían acordado vender juntos los diarios bilingües que llamaban a la unificación; traer más gente a las asambleas; que le presentarían obreros de las fábricas contiguas, con quienes él hablaría para que formaran un comité conjunto. ¿Le habían dicho los habitantes de Iafo a Katz que no había entre ellos obreros como los que él buscaba? No, no lo hicieron, por omisión, por olvido, por distracción, por deterioro, por no perder lo que podían ganar, por odio puro. Obreros no había, no estaban allí los proletarios blancos y envueltos en banderas rojas, sino que le presentaron en cambio a Jasid, árabe de exótico nombre hebreo, pescador por nacimiento.
2
Dalia Freilich, la hija de la húngara, la hermosa, la levemente bizca, la más joven y más osada, la argentina, no había sido la única ni la primera discípula de Eli en la organización, pero sí la más secreta, aquella que no apareció en ningún reporte ni informe ni en los relatos de los militantes miembros de la célula que, ya más relajados una vez finalizadas las reuniones oficiales, permitían la dislocación de la disciplina, ensartar un nombre aquí, o allá, o la descripción de su belleza, pretendida o inventada, el sabor de sus hombros, el tono profundo de su piel, el centelleo casi inasible de sus ojos verdes. En la reunión semanal de la célula Eli sólo la mencionó de mala gana y casi con ira.
No hubiese querido hablar de ella, porque intuía que se iba entretejiendo en silencio una telaraña que trascendía más allá de las palabras políticas. Había un fuego verde detrás de ese lecho manso, esa cara de nena buena, aquel terso cabello castaño y una forma de caminar decididamente distraída, no calculada. Nunca habrá usado tacos altos, porque al caminar, se decía Eli, usaba toda la plantilla, prácticamente todo el cuerpo en el esfuerzo de desplazarse, en un movimiento pleno de gracia que despertaba la ternura del observador, y Eli la miraba embelesado.
El idilio que fue la relación en los primeros días fue azotado después por ríos turbulentos de pasiones y anegado por las lluvias torrenciales y amargas de las derrotas. Pero era demasiado temprano para pensar en el declive, para darse cuenta siquiera de que se entablaba una amistad larga y amorosa, en aquellas primeras semanas de acercamiento, cuando los encuentros en los cafés de la Universidad de Tel Aviv se reducían a comentarios sobre el Anti Duhring, el Programa de Transición, los relatos victoriosos de Octubre, al que siempre se veía con anhelo como perfección inalcanzable, como hálito epifánico de verdad irrepetible y naturalmente desgraciada para el resto de los mortales que seguían su rastro indeleble más allá de las décadas y lamentaban su terrible declinación, sus inherentes contradicciones, sus relatos de muertes y derrotas, debían reducirse, aturdidos, a la azarosa comprensión de la lucha de clases en un contexto imposible en donde lo que primaba era la guerra entre judíos y árabes. Eli no estaba seguro de que Dalia le gustaba, quizás gozaba al observar sus labios siempre húmedos, quizás era incorrecto que un instructor político obrase como hombre en una sociedad dominada por los hombres, pero comprendía que la había querido siempre, que desde el primer encuentro todo gesto que los acercara le había parecido natural y sobreentendido. Que por lo mismo no había temblado cuando sus piernas se rozaban secretamente debajo de la estrecha mesa del café o cuando sentía la calidez de las manos de Dalia en el momento de recorrer una nueva página de los textos revolucionarios.
Para ella, en cambio, todo era sobrenatural, maravilloso, el cumplimiento de un sueño de ser quien traiga el aliento y la canción nueva a bocas de los trabajadores, la posibilidad de ser realmente, realmente buena, la seguridad de tener la razón aunque su madre la niegue y rechace.
Eli era, sí, una de las personas más extraordinarias que ella había conocido. Su maestro. Un hombre que compartía sus ideas sobre la vida, el mismo espíritu progresista que ella había adquirido como autodidacta bajo la luz de una lamparita, los cabellos cayéndose sobre los ojos cansados, en una lectura singular de engorrosos textos didácticos y maravillosos cuentos de hadas.
Conoció a Eli en una reunión política en los dormitorios estudiantiles, donde él compareció para hablar ante un grupito de interesados que habían leído su rudimentario anuncio en el tablero de la facultad. Cual estratega militar, ubicó un mapa del mundo encima del pizarrón, se munió de un puntero y fue señalando y marcando con tiza roja los lugares del mundo en los que la clase obrera libraba luchas revolucionarias, en donde los pueblos oprimidos peleaban por su liberación, en donde las fuerzas de la reacción y el imperialismo se confabulaban para extender su dominio, para imponer su represión. Pasó por todos los confines de la tierra para aterrizar en la propia, en ese país imposible de resolver, en una tierra de conflicto sangriento y permanente.
Mientras el mapa se poblaba de círculos rojos se cubría de nubes de optimismo la mente de los esperanzados, los entusiastas, los creyentes, la gente de fe, los hombres y mujeres buenos, se decía.
Dedicó Eli unos momentos a destruir los mitos de que la principal lucha es la que libran palestinos contra israelíes. Desechó como secundaria la problemática entre religiosos y laicos.
Y a medida que él hablaba Dalia lo envolvía en un manto amoroso; cada una de las palabras de Eli eran como si fueran las de ella, las palabras de sus héroes, las ideas de sus propios protagonistas en el teatro privado que se había edificado en las raíces de su imaginación. Al terminar la charla, Eli evadió hábilmente las provocaciones de algunos de los estudiantes. Eran aún tiempos de moderación y tolerancia; no se había llegado todavía a los límites de la impaciencia, por lo que la oposición fue débil y fundamentalmente verbal, sin llegar a los insultos personales, a expresiones de odio, a levantamientos de manos y puñetazos en la cara, a intentos de prohibir sus pensamientos y clausurar sus locales.
3
Atención, que vamos a cerrar la puerta. El que se quiera ir, por favor que lo haga ahora. No queremos que nadie entre o salga durante la charla. No queremos que cambien de lugares hasta que terminemos. Si tienen alguna pregunta, háganla en cualquier momento, a medida que nos vamos presentando. No tenemos problemas en que esta reunión es pública, esto no es ningún secreto, pero si van a contar de lo que escucharon, cuéntenselo a alguien que es de su plena confianza. Les pedimos por favor que si alguien establece contacto con ustedes y les solicitarles información sobre nosotros, que le pidan que se identifique y que nos avisen. De cualquier manera lo que van a escuchar no es más que una historia. El relato de alguien que es en última instancia un hombre simple, una persona sencilla y que no tiene menos de nacional que nadie.
Hola. Me llamo Eli Katz. Soy de Ramat Mordejai. Es un kibutz. ¿Qué es un kibutz? Una colonia colectiva que tuvo una efímera gloria socialista antes de convertirse en un enclave de judíos europeos, que comparten entre sí tanto los medios de producción como el hecho que emplean a trabajadores árabes y judíos orientales. Ramat Mordejai en el norte, en una zona que se llama Alta Galilea. Crecimos allí, juntos veintitrés niños. Hasta los diez años varones y niñas compartíamos los mismos cuartos. Después nos separaron. También separaron las duchas. Mis padres son ya mayores. Mi papá, que es un escritor, tenía casi cincuenta años cuando yo nací. Mi mamá, treinta y siete.
Tengo varios hermanos mayores. Tres hermanos: dos varones y una mujer. Ella es la única que vive actualmente en el kibutz. ¿Cuántos de mi grupo, que se llamaba Javatzelet, siguen viviendo en el kibutz? No más de doce o trece de un total de veinticuatro. El resto se fue a otros poblados, a la ciudad, o abandonó el país. ¿Nos encontramos a veces? ¡Por supuesto! Por lo menos cada tres meses, casi todos.
¿Y de qué hablamos, que hacemos en esas reuniones?
No hablamos de nada en especial. Simplemente lo pasamos juntos, reímos, cantamos, bailamos. Yo sé lo que ustedes, que recién llegaron y todavía están entusiasmados, piensan, así que les voy a decir sin que me lo pregunten. No tenemos orgías. No nos acostamos todos juntos. Ni siquiera nos acostamos de dos en dos. No nos acostamos nunca. No hacemos el amor. Los de ese grupo son mis hermanos y hermanas y nunca lo hemos hecho.
Cuando en Javatzelet teníamos doce años nos bombardearon los sirios. Yo, era distinto a los demás, porque era más serio y rehuía la socialización forzada de aquellos días, y los otros niños eran hostiles, pero al comenzar los bombardeos se olvidaron de mí y eso fue lo bueno. Mi casa se encuentra en la parte más honda del valle, rodeada de vegetación, de campos de trigo, algunos manzanares y eucaliptos traídos desde Nueva Zelanda para secar los pantanos, y los sirios estaban arriba, en la montaña. Los sirios eran unos bloques de cementos silenciosos que se apagaban con la oscuridad y que de niños nos inquietaban. Veíamos la montaña y una nubecita que salía de alguna parte. ¿Y qué era la nubecita? De allí disparaban los obuses; algunas veces llegaban a nuestros campos, o cerca del salón comedor. Pasamos muchos días en los refugios. Durante esos días los mayores bajaban a ellos para hacernos cantar, para hacernos dibujar lo que sentíamos. Después mostrarían nuestros dibujos por todo el mundo: niños en guerra expresan su temor y su deseo de paz…
Nos divertíamos mucho, a menos que oyésemos algunos silbidos de bala o que sintiéramos que los mayores estaban nerviosos. En aquel entonces todos hablábamos mucho de la paz, así como hoy todo el país habla de lo buena que es la vida en América. Era un sueño dorado, una Jauja, una utopía. En esas ocasiones los padres salían al perímetro exterior del kibutz con sus fusiles antiguos, sus cantimploras ruidosas y cascos de la guerra mundial y nos quedábamos con la ama de llaves y algunas madres en los refugios, y ¿qué hacíamos? Dibujábamos, comíamos, jugábamos, reíamos, dormíamos. Nos mimaban mucho. Demasiado, yo diría. No se hablaba de los riesgos. Mucho menos de la posibilidad de que a alguien le pasara algo malo. No fuimos nunca la famosa generación forjada en el conflicto. Por lo menos no en esa etapa de la niñez. La guerra era algo impersonal que sucedía allí afuera. Quizás por eso ninguno de mis hermanos de Javatzelet es oficial del ejército. Quizás por eso ninguno alienta sentimientos de venganza. ¿Quizás por eso yo estoy aquí, explicando una posición que puede parecer tan estrambótica, rara, antinatural? Puede ser.
Ninguno de nosotros había visto hasta ese momento a un árabe. Cuando salimos de los refugios y volvimos a nuestras casas, descubrimos que lo único que los sirios habían destruido era el tambo y la construcción incipiente de la piscina de natación. ¿Total, qué? Mataron algunas vacas y se pospuso la inauguración de la piscina por un año. También recuerdo juegos de bolitas, trinos de libélulas y reminiscencias de las voces de mis padres…
Me fui del kibutz cuando mis padres se separaron y mi mamá se fue a vivir a Nevé Iejiel, un kibutz más cercano del centro del país. Mi papá se quedó en Ramat Mordejai, escribiendo sus libros. Fue quien documentó la vida del kibutz, con sus historias de amores complicados y fugaces, sus relatos de logros en la cosecha y fracasos en la exportación, su necesidad de fabricarse un pasado épico y heroico. Y mi papá, cuando escribía, era muy raro. Escribía de pie con el papel apoyado en el refrigerador. ¿Cómo que no puede ser? Es más, era zurdo, escribía con lápiz de plomo, y a veces con un lápiz de carpintero, grueso y claro, ilegible, y con el brazo derecho apoyaba el conjunto de su cuerpo en el codo, y el mentón descansaba en el puño, y la cabeza se inclinaba hacia el costado… Hablo de nuestros refrigeradores. Los de hielo, bajitos, pequeños. No necesitábamos más, porque se comía en el salón comedor comunitario, y la comida en la casa era solamente para la merienda.
Así, escribiendo se convirtió en un viejo gordo, calvo, casi inmóvil, que no servía casi para nada. ¿Para qué sí servía? Si había que organizar una ceremonia, digamos para el Día de la Independencia, la comisión de eventos acudía a él para que ayudase. Y él proporcionaba los textos, dirigía los ensayos, repartía los papeles, escribía una drama completo de diez o quince minutos de duración, con principio, medio, fin, drama, solución, emociones y muchas historias verídicas de gente que yo conozco mezcladas entre profetas y próceres. Pero generalmente trabaja en el tambo, no en el destruido, porque ya lo arreglaron.
Mi mamá siguió soñando con la paz incluso después de que conocimos a algunos árabes que trabajaban para mi nuevo kibutz. Yo también. Sé muchas palabras árabes. No solo maldiciones y mucho menos las órdenes militares. Yo no le ordeno nada a nadie en el ejército. ¿Por qué? Soy soldado raso. Además, entre nosotros tampoco los jefes nos ordenan por lo general. Estaba claro qué es lo que tenía que hacer cada uno de nosotros.
¿Cuándo ingresé a nuestra organización? Hace un par de años. Estaba aquí, en el campo de la Universidad de Tel Aviv, para inscribirme al año lectivo. No iba a cursar la preparatoria como recién llegado, como ustedes, pero igual fue en esta explanada. Había una mesa larga, a la entrada de la Facultad de Humanidades, con toda la literatura de Avangard, unos quince o veinte estudiantes que discutían. ¿Quién estaba detrás de la mesa? Ezra Nejmad, el que viajó a Italia. En aquel tiempo él llevaba el pelo encrespado muy largo – mejor dicho, muy alto – y los anteojos de cristal más grueso que yo haya visto. Y oscuros. Estaba discutiendo a grito pelado con otro estudiante. Finalmente, tanto parecí interesado por las revistas que Ezra me citó a una reunión exactamente una hora después.
Al principio, no le conté a mi papá nada de mi encuentro con Ezra, mi hallazgo de que la Cuarta Internacional existía en la realidad, al menos en los esfuerzos de algunos denodados. No le dije nada, la vida para él flotaba entre fiestas de la cosecha y recuerdos cada vez más lejanos. ¿Por qué no le conté? Por pudor. Porque, para qué ilusionarlos, la verdad es que la distancia entre nuestros objetivos, los que la historia nos ordena, y nuestro tamaño, es grande.
¿La verdad? Nosotros somos pocos. Estamos empezando. Y la situación es difícil. La historia estuvo demasiado tiempo en contra de nosotros. Somos pocos, muy pocos, y con influencia muy pequeña dentro de la clase pobre. Esa es la verdad. Unas decenas, pero muy dedicados. ¿Pero cuál es la forma correcta de analizarnos, de definirnos? Somos quienes mantenemos la línea histórica en esta parte del mundo; los únicos que planteamos las respuestas correctas para el avance de la revolución en Medio Oriente.
Eli parecía sereno, ducho y experimentado en este tipo de lides. Finalmente repartió unos volantes, escribió sobre el pizarrón unas direcciones y unos números de teléfono y salió.
Dalia, catapultada por quién sabe qué turbulentas emociones, corrió tras él, le alcanzó, le habló.
-Yo me llamo Dalia.
-Hola.
-Quería ver cuándo tienen alguna actividad próxima, o si hay alguna reunión donde ustedes enseñan las cosas más a profundidad.
Se ofreció a sí misma desde aquel momento, abriendo todo su interior de arriba abajo como quitándose un disfraz de conejito; se ofreció a Eli a partir de aquel momento y por un tiempo indeterminado, dictado por la necesidad contínua de más héroes y la búsqueda infructuosa del idealista exitoso.
Todo esto me da náuseas pero sigo balbuceando el único nombre que he aprendido y que retengo de aquella jeringonza sanguinolenta. Y como cada vez que repito los nombres nace otro pájaro, crece otra ala, otro ojo se vuelve para adentro, las palabras demuestran su poder de crear mundos, mis discípulos piensan que todo esto sucede porque yo emito las lecciones y pronuncio las palabras, y no saben que no es que yo de lugar a esos nacimientos sino que son aquellas manifestaciones las que me inducen a las palabras y cuanto más milagros de vuelo y retorno ellos presencian más palabras pronuncio yo para celebrarlas, y no porque yo las diga ellas se crean sino que yo hablo porque ellos ocurren.
Fijaron una reunión para dentro de una hora. Después otra y luego toda una serie de encuentros de enseñanza y aprendizaje, una larga lista de libros, artículos y comentarios que ella debería leer y analizar, un listado de capítulos y temas que en su comentario desembocarían siempre en la vida real, que para Eli era la lucha constante y permanente por un programa político establecido de antemano y en realidad, sin que exista en él lugar alguno para el cambio.
Así pasó a ser su discípula.
De modo que mencionó el nombre de Dalia solamente porque los habían visto juntos en el acto de presencia frente a la embajada de Chile. Estaba molesto consigo mismo porque no lograba ubicar el lugar de Dalia en el conjunto de las relaciones políticas. Ella parecía plástica, es decir dúctil, joven y risueña, soñadora y creyente. Sin duda le admiraba: Eli se movía incómodo en su silla, se sentía admirado y respetado y nunca sabría que ella lo elevaba a tan inusitadas alturas de veneración no solamente por su valor intrínseco que ella nunca negó pero también por su inusual parecido con Adalberto, aquel hombre quince años mayor que ella que se había ido a la sierra en el país lejano y nunca había vuelto a proporcionarle tiernas caricias paternales y se había convertido en un personaje de novela más de los que pululaban su universo.
Igal observaba a Eli entre severo y divertido y hasta Gabriel, quien había sido invitado a presenciar una parte de la reunión de la célula para después documentarla, había captado sin duda algo raro en el silencio con que Eli, en fin, cubrió a su discípula Dalia y pasó al otro tema: Iosi Nestel, quien llegó varias veces tarde a las reuniones.
-Que quieres,- le dijo Henry – está cansado. Trabaja en la fábrica. ¡Es un obrero, un joven proveniente de la clase obrera, digo! No un pequeño burgués que sólo se identifica intelectualmente con la clase.
Eli, le había dicho a Gabriel, no supo si ofenderse por lo de pequeño burgués o enfurecerse por el insulto propinado a la clase proletaria. Iosi Nestel: gordísimo, cabezón, más que un hombre simple, era un medio retardado mental. Convertirlo en la imagen de la clase era patético; hacía de los obreros unos idiotas como él y justificaba el hecho de que como trabajaban, estaban cansados y era lícito dormirse en las reuniones políticas, no cumplir las misiones revolucionarias, llegar siempre tarde a todas partes. Como trabajaban estaban cansados y por eso dejarían que les pasaran por encima las ruedas de la historia en lugar de encaramarse al carro y guiarlo en el camino a su propia liberación. Ridículo: por eso debían venir en su ayuda príncipes valientes como Henry.
Pero no quería ofender a Iosi Nestel, porque… al fin y al cabo, era un obrero. Una buena persona. Un hombre sensible, quizás. Eso sí: a los obreros de la Organización hay que tratarlos bien. Hay que tratar bien a los árabes de la Organización… Terminó pues toda la escena con una mirada de odio hacia Henry. Pidió un vaso de agua y mientras Igal recibía el informe sobre los adelantos de las nuevas adquisiciones en la Universidad, Saleh Mashnauah y Taher, pensó en Dalia.
4
Comió Katz en casa de Jasid, en compañía de Dalia, el mejor pescado de su vida: entre brasas, sazonado con el jugo de dos limones, abundante cerveza fría, tomates y lechugas frescos incansablemente picados hasta ser microscópicos. A Dalia le encantó Jasid: su vitalidad, su piel de electricidad suave y oscura, el blanco travieso de sus ojos, su segura pasión. Katz se dio cuenta de ello, se desbarató su mente por un instante por el desconcierto y se le ocurrió en algún momento malévolo que Jasid era también un agente de los Servicios de Seguridad, resueltos firmemente, no a molestarlo – porque a él nadie le estorbaba, era completamente libre de hacer lo que le diera la gana siempre que fuese tan visible, tan miserablemente visible – sino a no permitir, a evitar por el sólo efecto atemorizador de su existencia omnipresente, que el orden natural de las cosas se invirtiera. Le hablaba a Jasid y él asentía. Pero un segundo diálogo, puramente mental, se desarrolló entre los tres. Las mariposas de la revolución y la unión entre los pueblos revolotearon encima de sus conciencias, mientras cuestiones más actuales y ardientes las ocuparon, y Eli se acercó más aún a Dalia y le acaricio las piernas. Invitó a Jasid a la venta de los diarios organizativos y él asintió como distraído y mirando hacia otra parte.
Los diarios que vendían en las calles de la esperanza, en la colina de la primavera, en las fábricas de chocolate, se llamaban La Voz del Obrero, y los vendían Rina y Favi, José y Mariana la francesa, Yamil y Gabriel, Shosh 1 y Shosh 2, ambas nacidas en el Yemén, Gustavo y Jacobo, los argentinos, Rubén y Asaf Adiv, Ezra Nehmad y algunos otros. Sus ocho páginas hablaban en los dos idiomas de sueños de trabajo conjunto, solidaridad, organización, nobles sentimiento para cualquier persona, pensaba Katz, que tuviese un poquitito así de corazón y algo más que el mínimo necesario en las entendederas.
Así como lo habían educado a él y hecho participar en centenares de clases, seminarios, discusiones, presentaciones y simples reuniones al aire libre o en la protección de un café, él torpemente enseñaba la doctrina a los nuevos en reuniones presuntamente secretas entre tazas de plástico verde y galletitas tipo criollitas. Hablaba con grandes pausas, como si tratara a cada respiración y con cada párrafo de rescatar su propia conversación que se le iba deshilvanando entre burbujas de pensamientos rebeldes y trinos de pájaros. Esto le confería un aire de seriedad y sinceridad que siempre consideró estrafalario. Quizás porque intuía en aquellos días todavía de descubrimiento y crecimiento el final fatal que todo su viaje tendría. Huesos salientes, piel traslúcida como la cera que descubrían su origen pese a años de sol de la Galilea, había atravesado por la vida como un ciego que busca un manto de carbones ardientes. Aparentemente, solo se había chamuscado las plantas de los pies.
Y cuando él y los maestros y los discípulos se presentaban para vender el diario; cumplían una condena dulce. Para algunos de ellos, arrancados de la cálida sábana de los padres o de la mitad humeante de una taza de café con leche y medialunas, la venta del periódico era la actividad con mayúsculas, la puesta en práctica de su praxis revolucionaria, el argumento con el que vencerían todas las discusiones. “Allí estuve, vendiendo los diarios al pueblo, a los trabajadores, a los palestinos.” “Sauth el-Amal, la voz del obrero, nuss lira, media libra”. Cuanto más temprano mejor, para sentirse partido, sentirse dioses, siete, seis, cinco de la mañana, despertarse a los pocos minutos de haberse dormido sin sexo, sin comer, sentir el placer de los huesos que tiritan y protestan contra el rompimiento de su pequeña rutina pequeña comodidad al levantarse, porque hay que. Hay que, como los obreros, como los obreros. Hay que ofrecer nuestra voz a la gente. Hay que llegar a tiempo. Hay que comprender que tenemos razón, especialmente que tenemos razón aunque estemos raleando y tropecemos por encima de la superficie congelada de nuestros sueños quebrados con el desánimo y el fracaso. Entonces entonamos la canción del mundo, y nos imponemos la voz árabe con suficiente naturalidad, y nos hacemos amigos de alguien que busca significado y logramos su confianza y le abrimos un dejo de esperanza, y nos envolvemos en un aire de sapiencia, en un aire varonil de presumida indiferencia, y seguiremos subiendo por las escaleras vacías, quebradas de nuestro grupo.
Para la venta de los diarios llegaron únicamente Dalia, él y Jasid, quien se disculpó inmediatamente: venía para anunciar que se iba. Era el atardecer, la mejor hora para salir al mar de pesca. Katz no estaba seguro de que lo que le decía Jasid fuera verdad, porque no conocía bien el mar de aquí, el Mediterráneo. En realidad no conocía de cerca ningún mar sino más bien un gigantesco río leonino, pero el bramido de las olas, la infinitud del horizonte chato y azul, junto con la inmensidad de las rocas montañosas eran para él las más sublimes expresiones de la belleza. Jasid sabría, porque venía de allí mismo, del agujero central del mar, de la corriente marina ignota que sólo conocen los pescadores, del origen de las tretas que usan para pescar con sus redes…
No llegó ninguno de los contactos y simpatizantes que lo habían prometido. Eli y Dalia renunciaron a su idea de vender el diario bilingüe en los cafés donde el ejército de cesantes jugaba al chaquete y los miraban divertidos sin decidir en dónde estaba el verdadero juego, si en el tablero golpeado por los dados y el azar que afloraba a cada pedido de clemencia, según el ardiente deseo mascullado por algún jugador ya cansado de tanto arak y soledad, o en estos dos jovencitos judíos rubios delgados feos lastimeros que pregonaban ante sus irónicas miradas nada menos que un diario en árabe. Ya volvería él al café para jugar con ellos al chaquete, la mejor partida de chaquete de su vida, para ganarles en su propio terreno, le dijo Katz. En lugar de los cafés, recorrieron las casas más próximas al mar. En algunos edificios viejos se había derrumbado la escalera que llevaba a los pisos superiores y los habitantes tenían que ingeniárselas para trepar con escalas de madera y piedras superpuestas a sus casas colgantes. En todas partes estaba oscuro. Tuvo ella miedo y aferró la mano de Eli y él disfrutó al pensar en la conveniencia de un beso.
5
El vencedor
Avanzo porque me dijeron que avanzara. Lentamente, la cabeza inclinada, el cuerpo contraído y cubierto de polvo, un rictus que por instantes permite ver el rosado del labio y el blanco del diente. El viento esparce ondas de miedo por el desierto. Huimos. Tengo dos estrías azules en el lugar de los ojos. A mi derecha empujado por la arena, rueda un casco. Desde la primera explosión un silbido suena constante en mis oídos. Creo que estoy solo.
Paso del trote a la carrera. Cada pisada retumba por dentro. Desde dentro de mí oigo cómo respiro hondo. Me oigo gemir. A mi alrededor, la arena se levanta de pronto como empujada por finas agujas que empapadas, van cosiendo una mortaja en torno a mis pies.
Son las balas de una invisible ametralladora. Corro hacia las leves dunas allí adelante. En la carrera se me desabrochó el cinturón.
Ahora hay un vaivén, los bolsones me llevan de un lado para otro. En el intento de estabilizarme desvío la mirada de la colina de salvación y la clavo en el suelo. Inmediatamente tropiezo con un bulto que se revuelca. En la caída me golpeo con el caño candente de mi fusil; se me abre un tajo en la frente. Mis manos arden. Como un reptil logro avanzar hasta un arbusto. Al falso amparo de las ramas, me pego a la arena.
Estoy a mitad de camino.
Los blindados llegan adonde está el nuestro, detenido. Hacen fuego contra el cadáver de Moishe el conductor. Alguien desciende y arroja granadas de mano por la escotilla superior. Intenta ocultarse y espera el estallido para regresar a su blindado. Hay un resplandor y él se incorpora para volver.
Alguno de mis compañeros que logró llegar a la anhelada colina hace fuego y el que arrojó las granadas se retuerce y cae. Transcurren pocos segundos y las municiones comienzan a estallar.
Dos de los blindados giran en noventa grados hacia la izquierda y se acercan velozmente. No tengo por donde escapar. Mi cuerpo empapado ya no entiende.
En menos de una hora el resto de la columna conquistará fácilmente Televisión, nuestro campamento semiabandonado.
* * *
En aquel momento, en Televisión, Itamar lo ignoraba todo. Durante los siete días anteriores, bien perceptible la preocupación por la inminencia de la guerra, los oficiales habían sido convocados con gran urgencia, las líneas telefónicas bloqueadas; ya nadie salía del campamento excepto las soldadas que no volvieron más y la infantería se entrenaba día y noche en las maniobras de cruce del Canal. Durante esos siete días Itamar y yo nos habíamos dedicado a jugar al chaquete, el backgammon. Así nos encontraba a las tres de la mañana la guardia de relevo, los campanazos que indicaban una nueva ejercitación, los enfermos que acudían a nuestra clínica. Nos veían con los cuerpos enfrentados, sentados a horcajadas sobre un tronco, las cabezas inclinadas como en una reverencia, las manos que asían los dados en un severo ritual, nos oían susurrar pequeñas palabras, conjuros milagrosos, y se iban al cabo de unos minutos de entusiasmo y participación apagados prematuramente, murmuraban quedo, protestaban en voz baja, deshilvanaban su impotencia ante nuestra impunidad de jugadores empedernidos. Aunque el chaquete es un enfrentamiento entre dos, los espectadores participan en él de manera más o menos activa, formando un regular corro de personas que recomienda a viva voz qué números deben señalar los dados en la próxima jugada, censura insolentemente cualquier error del perdedor y se deleita siempre con la victoria.
El vencedor jamás reconocerá que es un juego de azar: él podría decir lo mismo de cualquier otro; se necesita algo más, visión estratégica, buenos dados, una personalidad avasalladora. Estilo. El perdedor siempre lamentar aquel cinco-dos que le faltó para impedir que las fichas de su rival se concentren en la casa de éste, desde donde una vez reunidas todas, comenzar despiadada, cruel, inhumanamente, a retirarlas del juego, mientras que el derrotado, los ojos en blanco y la boca seca, intentará infructuosamente replegar sus tropas hacia su propia casa, para así salvarlas del peor de los destinos: que el enemigo retire todos sus soldados del tablero antes de que el derrotado convoque a los suyos, momento desgraciado en que el inmutable vencedor agregará dos puntos a los centenares que cada uno de nosotros dos se computó en aquellos últimos días. Y entonces, un puño rabioso hacía estallar a veces el tablero, arrojaba los dados malditos a los mil demonios y la tensión que ya se había estabilizado se perturbaba hasta el comienzo de la próxima partida. Y el empate constante, el empate que nos impedía alejarnos uno del otro y declarar el torneo por terminado, el empate que prolongaba el juego inicialmente planificado para una o dos horas y que nos obligó a seguir jugando durante toda aquella noche y el próximo día y también el siguiente durante esas jornadas de preparativos bélicos, despedidas emotivas y enceguecimiento paulatino de la razón, el empate nos había llevado al séptimo día sin interrupción para nuestra pugna.
Y en el momento en que nos anunciaron que la batalla estaba por comenzar y que deberíamos interrumpir, partiendo inmediatamente al lugar del encuentro, Itamar corrió al blindado, se acurrucó en el lugar más seguro. Aferraba el tablero debajo del chaleco antibalas y se negó a moverse.
Por eso al terminar nuestros preparativos, ya cargadas las cartucheras y bebida el agua, cuando dispusieron que alguien debía quedarse para cuidar la enfermería mientras tanto, yo propuse “Que se quede Itamar”, el cual aliviado y con una sonrisa tierna saltó con su bulto del semioruga, descendió al bunker por las escaleras que lo llevarían a su muerte y todavía alcanzó a saludarnos con la mano mientras cruzábamos el portón.
* * *
Yo no tengo miedo. Todo es demasiado vertiginoso. Los dos blindados avanzan hacia mí; de uno de ellos nos localizan. Disparo ráfagas cortas con largos intervalos y acaricio con mi palma quemada la última granada de mano. El silbido en los oídos es ahora como las ráfagas de viento, como el ululante alarido de Itamar aplastado por el derrumbe de Televisión, como la estridencia de las balas a mi alrededor.
De pronto un trueno retumba en el cielo. Los tallos de nudosidades verde oscuro de la zarza que me oculta sin protegerme, nerviosos y resistentes, son delgados hilos que dejan desnuda mi silueta corpulenta.
Es que la zarza es un refugio milagroso y aparente.
Los blindados se detienen finalmente. De ellos se levanta una enorme columna de humo y fuego. Se apaga el trueno celeste.
Maldigo en árabe. Mi puño rabioso pulveriza la arena, por fin, gané la partida.
6
Mientras ofrecían el diario a la gente que encontraban en el camino, Eli la llevó al sitio que él llamaba “la casa de la cama caliente”, sin explicarle de qué se trataba hasta que llegaron.
Era un hotel de esos con tres habitaciones pequeñas, en un sótano que daba a la calle por una puerta de madera, reforzada con dos barras de metal yuxtapuestas, que terminaban en una enorme cadena con un candado cuya llave descansaba siempre entre las manos grasientas de Taher. Durante todas las horas del día y de la noche, las habitaciones estaban repletas de obreros provenientes de la ciudad de Gaza, cien kilómetros al sur. Pagan una libra por día para posar pesadamente sus huesos en un jergón durante ocho horas diarias. No más de ocho, porque a su término llegaba otro trabajador que había finalizado su turno laboral para a su vez desplomarse exhausto en la litera desocupada, siempre caliente, y ganarse las ocho horas del sueño.
Taher – otro informante de los Servicios de Seguridad, le describió Katz a Dalia – era gordo, sucio, de resuello jadeante, manos encallecidas y bolsillos llenos de monedas de una libra. Era el propietario, o el testaferro del cubil o quien pretendía serlo; prueba de ello era que poseía la llave. Taher pasaba el día y la noche sentado en su mecedora ante la puerta del hotel. Su principal función consistía en utilizar la llave. Ya que las leyes prohibían a los árabes de los territorios ocupados pernoctar en el país, Taher encerraba a los obreros y mostraba a las patrullas de policía el enorme candado que colgaba sobre la puerta de madera – prueba cabal de que adentro no había nadie – y detrás de la cual, sabían todos, dormían los veinticuatro afortunados. Los fines de semana había vacaciones, Taher se iba, los jóvenes juntaban el salario y catorce o quince o veinte de ellos se apretujaban en una camioneta con capacidad para sólo ocho y viajaban a sus casas.
A veces no lograban llegar a tiempo, o no lograban irse, y tal vez era por pura suerte que sobrevivieran el encierro de los fines de semana, porque en algunos de los antros de perdición, en algún lugar fuera de la atención de los soñadores y tejedores de esperanzas, una de las veces en que algún guardián dejó cerrada con candado la prisión de la cama caliente, un cigarrillo olvidado provocó un incendio. Catorce jóvenes trabajadores perecieron en aquel siniestro, informaron los periódicos, y la policía investiga, y la Liga de Derechos Humanos protesta contra la bárbara costumbre de dejar las puertas cerradas para trabajadores indocumentados, y otros dijeron que es mejor así, y otros contestaron qué y cómo van a volver cada noche a Gaza.
En esas celdas del subsuelo encontraba Katz a los más ardientes nacionalistas palestinos, que no obstante no odiaban tanto al israelí. Que, le parecía a él, incluso lo comprendía su explicación de que se había alistado en el ejército con alegría para servir a su propia patria, y que aunque su espíritu y principios se opondrían a ello con todas sus fuerzas, obedecería sin dudarlo cualquier orden de avanzar, de patrullar, de hacer fuego. Quizás hasta de matar a mansalva a quien fuese definido en ese instante como enemigo. Aunque, creía él, jamás llegaría a ello. Las charlas eran cordiales, prolongadas. Compartían sentados una cama: su anterior ocupante, el recién llegado, y Katz a un costado, esgrimiendo sin dejar de hablar las razones que justificaban que los obreros de Gaza se organizaran, sin estudiantes, sin patrones, sin la guerrilla, nadie más que los trabajadores mismos, y ellos abrían enormes ojos jóvenes para preguntar si también era sin sus hermanos que estudiaban en la universidad militante de Bir Zeid, sin sus padres comerciantes a quienes les habían clausurado las tiendas por declararse en huelga de venta, sin sus tíos muecines, sin la familia amplia, la unidad nacional, en fin.
De allí Katz salía agotado y con la espalda tiesa de tanto simular relajamiento y serenidad, pero con la satisfacción de haber hecho lo suyo, intentado una vez más, dado un vistazo diferente al otro lado de este lado. Al lado oscuro de este lado, en donde siempre se palpaban resentimiento, odio y armas. Pero no podía con su miedo. Al salir de “la casa de la cama caliente” con Dalia colgada muy admiradora de su brazo, soltó un hondo suspiro de arriba abajo, muy junto a sí mismo, aliviado por haber emergido esta vez indemne de lo que él consideraba a veces castigo inminente, cruel y muy, pero muy justo.
Se alejaron Katz y Dalia de Iafo, o ésta se alejó de ellos. No volvieron a verla juntos jamás, por más planes que él abrigaba para los días mágicos de sus salidas de licencia especial que siempre quedaban en el futuro. Katz se enredó con el recuerdo de un Iafo mítico y acogedor; olvidó los charcos oscuros de silencio, los bolsillos de roca impenetrable que bloqueaban todo paso en las calles de la parte árabe, la desesperación, el odio.
Mucho tiempo después, después de la guerra y en pleno cese de fuego, en aquella noche de la huida de la base, cuando dejó a los guardias engolosinados con los senos de la bailarina de vientre y ya se había firmado el acuerdo del cese de fuego entre los ejércitos, cuando Dalia ya era sólo un dolor candente que marcaba su frente en castigo eterno, Katz apareció en “la casa de la cama caliente” solo. Taher tenía los ojos turbios por el arak y haber dormido mal. Vio a Katz a través de un sueño. El judío llega en mal momento. Hay discusiones, gritos allá adentro en el hotel. A él mismo lo echaron. Es muy joven este, no tendrá más de veinte años. O veintiuno, igual que aquellos estúpidos que lo expulsaron. En venganza, ha dejado el candado abierto, la cadena abierta, la puerta abierta. Que los vean. Que entren las patrullas y se los lleven. Hay una sola lámpara para las tres habitaciones, pero él se dio cuenta de que Katz había entrado de uniforme militar, agitado, corriendo y sin arma.
Taher no dijo nada, en parte porque estaba todavía aturdido por los gritos de abajo que lo habían acusado de colaboracionista, que se habían atrevido a desenmascararlo, pronunciar las palabras innombrables y amenazarle con el fusilamiento; en parte por la ebriedad que lo envolvía como cobija de franela, pero también porque Katz jamás le había gustado. Sus operadores le habían dicho que era inofensivo; no molestaba y a su vez no le debía molestar. Simplemente debía decirles con quién había hablado Katz, qué había dicho cada uno de sus interlocutores. Y había cumplido. Taher no tenía ahora ganas de entrometerse en lo que consideraba un absurdo: un soldado judío que adoctrinaba con ideas raras a los más extremistas nacionalistas de la Franja de Gaza.
O quizás, porque siempre había sospechado que Katz, que no podía ser un árabe ni parecerlo con ese pelo claro y esa tez lechosa, era en realidad un agente más, pero encargado exclusivamente de controlarlo a él, Taher. Todo eso ya no le importaba y Taher dejó que Katz entrara, sin responder al saludo entrecortado de éste, que salía en silbido de unos labios contraídos, una cara roja, un cuerpo en tensión hacia adelante y totalmente decidido.
Taher sólo tuvo que inclinar apenas la cabeza, lo que le permitían los dobles rollos de su cuello enorme, para escuchar el saludo casi gangoso de Katz frente a un ambiente glacial y hostil allí abajo, y después a una persona que se negaba con brusquedad a que Katz se sentara en su cama, y luego a Katz mismo quien declaraba que había desertado por fin del ejército porque era el momento decisivo para la unificación de los dos pueblos y le siguió uno de los presentes – él ya sabría quién – espetándole al judío que un hermano suyo había muerto en el ejército egipcio y que quizás lo había matado Katz mismo, y otro que reclamaba por la mitad de su familia detenida en Gaza desde el comienzo de la guerra, y otro más, ya casi ininteligible para Taher, sugiriéndole a Katz que lo mejor en aquel momento era que se fuera de allí para no volver jamás; percibió claramente la voz vibrante, muy aguda de Katz que protestaba porque había quemado tras sí todas las naves, y a alguien que, adivinaba Taher, burlándose, le respondía que jamás sería un árabe por más que se pintase la cara y aprendiese el idioma y se hiciera llamar Ajmad o Mujamad o Ibrahim, y una risa idiota y bestial que cundía y se generalizaba entre veinticuatro caras que gesticulaban con odio, y una voz por encima del resto que despreciaba la deserción de Katz y lo llamaba traidor y después fue todo griterío insoportable e ininteligible e insultos vociferantes pero distinguió la voz de Katz cada vez más terrible y un rugido, el brillo fugaz de una llamarada, un cuchillo que corría de mano en mano desde la última cama hasta los que rodeaban a Katz y sujetaban con fuerza su cabeza hacia atrás, la garganta tensa y totalmente bañada por el sudor.