III: Babta


Babta

Capítulo 10

El aire está detenido y como absorto. El polvo retornó hace muchas horas a la tierra para descansar, y sólo en lo más alto de su copa, los eucaliptos y los pinos se abanican al unísono. Acarician las nubes con la delicadeza infinita que caracteriza su existencia. Las corrientes transportaron hasta aquí pesados vahos desde el Jordán, que serpentea verdoso y lento por debajo del camino. Esta calma quedó grabada en el espíritu de Eli para siempre. En la futura vida sería irrepetible, inefable. Como la caída de una copa de cristal, la quiebra el canto del gorrión de la Galilea.

Eli y Gadi caminan por un sendero de tierra, bordeando el pequeño afluente que rodea al kibutz. Llegan a lo alto de una colina. Eli es más pálido. Gadi se traslada con pasos de danza, se diría que camina sobre las nubes. Eli es más alto. Gadi lleva la marcha. Con las dos manos arrastran sus bicicletas. Ambos respiran por la boca y se ven visiblemente cansados por el ascenso.

A una señal de Gadi, los dos amigos se echan al suelo. No hablan: se entienden por gestos y muecas de niños, contentos de su complicidad por preservar el silencio. Gadi apoya su cabeza entre los brazos. Eli pega una oreja al suelo. Despiertan a un mundo de ruidos distintos: los insectos que resbalan de algunas hojas; el agua ya cercana, que saben congelada, el eco del murmullo de la tierra.

Un trueno en pleno sol destruye el idilio. Los vivos se paralizan por una fracción de segundo. Los insectos callan: los pájaros chillan, el río sigue su cauce, milenario e impasible. Otro trueno y un silbido amenazante y los dos chicos ya se levantaron apresuradamente para mirar asustados en dirección a sus casas.

-Son los sirios – dice Gadi.

-Sí, son los sirios.

Se suben a las bicicletas: la de Gadi es negra, de varón. La de Eli es azul, más baja, de mujer. Se la compró su padre, con el dinero que le regaló el kibutz por la aparición de su libro de poemas. La de Gadi fue obsequio del kibutz a todos los niños del grupo. Menos a Eli: él, ya tenía bicicleta. Eli pensó en reclamarle a su padre por haberle regalado un juguete obsoleto, inservible, que le privó de compartir la alegría de recibir el premio máximo otorgado al grupo  Javatzelet junto con todos sus compañeritos. ¿Por qué no podía regalarle un tren eléctrico? ¿Por qué no una bicicleta negra, de varón? Pero la conversación nunca tuvo lugar.

El descenso es vertiginoso y los dos gritan de excitación, porque sonó un tercer cañonazo. De pronto el Jordán se raja a cincuenta metros de ellos, una nube negra les nubla la vista, llueven del cielo piedras, ramas, agua, y durante un largo tiempo un acre olor a materia ardiente. No tardan mucho en llegar al kibutz y zambullirse en las trincheras, gritando a su vez para que la ama de llaves se dé cuenta de que sus párvulos están sanos y salvos y basta, que no se preocupe más.


Capítulo 11

Con una barba de tres días que lo lleva a acariciarse continuamente la cara y el cuello, sin aliento, observa fascinado a Babta.

Babta está completamente despierta y lo mira detrás de los barrotes sin reconocerlo. Aburrida, extiende una pata para desperezarse y enseguida se olvida del visitante.

Cuando trajeron a Babta al zoológico de Petaj Tikva, alguien tuvo la ocurrencia de presentar ante la Corte Suprema de Justicia una apelación y demandar su liberación para que pudiera alimentar a sus dos cachorros abandonados cerca de Ein Guedi, la playa a orillas del Mar Muerto. Muchos protestaron entonces y dijeron que era inhumano preocuparse tanto por un animal que en definitiva, no siente, no recuerda, no percibe, no sabe. El día que atraparon a Babta y la arrebataron del desierto, él había estado allí, en Ein Guedi, con Dalia.

El diminuto zoológico de la ciudad de Petaj Tikva, en el que se concentra a las bestias condenadas a cadena perpetua, simboliza la decadencia de la pretendida supremacía del hombre sobre el orden natural, la que aquí se demuestra falsa: establos, jaulas, celdas abandonadas construidas con la lógica de los cazadores de cabezas, forman la reservación. Esta es fuente de orgullo para las fuerzas vivas de la ciudad. Cada sábado sirve de escenario donde los Niños Crueles se ensañan con micos desesperados.

Durante el último viaje desde Najal Iam –en donde había dejado el jeep del jefe del batallón– hasta Petaj Tikva, había podido rememorar su aventura de amor en Ein Guedi: fugados de la civilización, de las obligaciones de Dalia, aprovechaban los día previos a la incorporación de Eli al ejército con un paseo de una semana. Eso habían acordado para que Eli se despidiera de la vida adolescente, antes de enrolarse en el tren fantasma que terminaría por echarlo al borde mismo de la propia muerte.

La playa frente al Mar Muerto era escarpada, silícea, por tramos arenosa, anegada y siempre manchada de blanco: salientes, grumos y piedras de sal que emergían del agua en signos premonitorios; hermosos atardeceres, el sol aparecía del lado de la frontera jordana cual guardián armado que daba término a una noche sin sueño. Le leyó su poema a Eli:

-De nuestros harapos particulares/ tejimos uno sólo./ Un harapo imponente. /Jirones de nuestras almas / calentaron nuestros pies y /satisficieron la magia./ Y después, magníficos /gigantescos parches/ tocaste el suspiro del muñón/ de la hilacha de mi pezón de pájaro/ y respiramos juntos/ bajo el agua imposible./ Y escribí el poema que te nombra/ a lo largo de las lagunas de tu espalda.

Eli sonrió y Dalia se incrustó aún más en sus sueños, y desde arriba se abrieron las compuertas del paraíso, un paraíso muy especial, porque cuando la tomó en sus brazos fueron los ángeles de Marx quienes revoloteaban en la costa, y cuando finalmente la besó, Dalia juró que dedicaría su vida a la revolución obrera.

Sus cuerpos se entrelazaron sin sombras ni resquicios, una caricia prolongada, un seno apegado desde el horizonte hasta el principio de su boca parecía el consuelo de toda la existencia. Dalia se desnudó al anochecer, resueltamente, como si lo hubiera esperado la vida entera. Desnuda sobre la playa pedregosa, esperaba la torpeza del hombre, aún vestido, turbado por la cercanía de la gente, el hostal juvenil, el tránsito de la carretera cercana, las titilantes luces del lado jordano, algún rumor de chapoteo más acá. Sólo podía ser un fortuito nadador porque en el Mar Muerto no queda vivo nada, ni una planta, ni un pez, ni siquiera los escarabajos y sin embargo crecían en las orillas unos juncos raros, sin hojas, casi inorgánicos, milagros espinosos esparcidos acá y allá.

Dalia lo esperó mientras que él, turbado, se arrancaba los zapatos luego de haberse enredado con los cordones; habían llegado poco antes a la carretera tomados de la mano; iban a bajar a la playa, con las pesadas mochilas al hombro, risueños, avergonzados los dos, ella leyó su poema y él la besó apasionadamente.

Sus labios, de presencia dominante en su cara de jovencita bonita, sus labios siempre húmedos, los inicios de vello alrededor de la nariz, los ojos a veces verdes, a veces violetas. Sus labios de amante apasionada, mujer de celo abierto e inconsciente. Sus labios de savia azucarada de su propio cuerpo.

Iban a echarse de espalda frente a la costa sólo para mirar el cielo, para estar por fin juntos antes de la larga travesía militar, pero ella sin decir palabra ni mirarlo en los ojos se desnudó pues completamente. El besó su cuello y las palmas de sus manos, acarició sus senos, los humedeció con sus labios quebrados, trepó por el vello transparente y se encaramó a la blandura de sus muslos, hasta que Dalia dijo sí soy virgen, y él se detuvo congelado por un instante para sentir cómo crecía verde tallo su amor por ella, inagotable y perenne. Decidió que no, que habría tiempo más adelante. Sonaron los pasos de alguien que se retiraba discretamente para no verlos, que después los recordaría con ternura o con sorna o con tristeza por no haber sido él el elegido, o como un momento trascendental del cual hablaría más tarde. Alguien que pudo haber escrito después la historia, que no es al fin de cuentas más que uno de los géneros literarios, un fiel testigo que los oyó cuando reían a carcajadas porque se habían dado cuenta de que no iba a ser tan fácil, y las piedrecitas bajo las espaldas que comenzaban a dolerles los devolvieron de un sueño de sangre agolpada y la viscosidad de sus lenguas. Los dedos de Dalia que lo acariciaban como la ola de un manso mar se retiraron; Eli se deslizó hacia abajo con delicadeza y extendió unas mantas con las que se cubrieron hasta que la marea los desalojó para siempre.

(***)

Respira bajo la oreja de Dalia y besa una frente sudada, pelos que se pegaron a la sien, pasa un dedo áspero a lo largo de sus cejas, en la punta de la nariz, en las aletas brillantes. Habla durmiendo: cuidado, estoy mojada.

Sopla, frío, en su cara, sobre el  hundimiento de sus ojos cerrados, acaricia y besa sin salida su cabello, sopla también sobre el vientre descubierto, besa su mejilla. Apoya su cabeza sobre sus muslos y se ríe. Se mueve incómoda y pregunta por la hora. ¡La hora! ¡La hora, ella durmiendo y él deseándola!

-Adiviná.

-Las cuatro de la tarde.

La  ventana frente a la cama recibe sol. Flagela la cama, a  Dalia

– Todavía estoy cansada.

­ ¿Cuándo vamos a estudiar?

– Después de que descanse. ¿Y vos? ¿Qué hiciste mientras yo dormía?

­ Escribí.

-¿Sobre qué?

­ Sobre lo que hacía.

-¿Escribiste que escribiste?

Dalia se está duchando. Entreabre la puerta y la mira con ademán serio. Tendría que sonreír para no asustarla. Sus mejillas redondas como lluvia de besos, sus senos del porte de su puño y más allá, sus muslos redondos. Y una lengua filosa y larga en la caverna de  su boca. Lo confunde su mirada y ensaya un movimiento de danza. El afloja su toma, se va.


Capítulo 12

La madre era superviviente del Holocausto y había pasado la mayor parte de su adolescencia en campos de trabajos forzados y de exterminio. Desplegaba una y otra vez los mapas del horror: Auschwitz, Bergen Belsen. Los apremios plasmaron una personalidad frenética y descarada, y se ponía loca de furia cuando su pequeña hija no quería comer, oportunidad que convertía en casi una sesión de tortura, porque la pobre mujer apretaba las fosas nasales de Dalia con fuerza tal que la llevaba al vómito y el delirio hasta que la pequeña, rendida y humillada y al punto de la asfixia, abría la boca para respirar y su madre le introducía el hierro de la cuchara llena de comida húngara húmeda y picante que ella tragaba con las lágrimas.

Pero también era dicharachera y amistosa con los hombres, se envolvía en una atmósfera plácida de comidas humeantes y lana casera y terminaba las más terribles críticas con su mejor sonrisa y “ya sabes, yo siempre digo lo que pienso”.

Dalia estaba obligada a oír durante horas capítulos de sufrimiento y ensañamiento de los nazis en su madre y su tía Judith, la que seguía bella cuando el hambre y la muerte palpable y segura había convertido al resto de los habitantes de los campos de concentración en esqueletos furibundos y letales hacia sus semejantes, en máquinas que funcionaban con el mero combustible de la inercia. La hermana mayor giraba por todo el campamento, incansable y auspiciosa, para conseguirle a Judith un abrigo, pan, la virtuosidad del consuelo. “Yo sí que soy realmente buena”, decía; “porque le di mi ración de comida a una vieja que estaba por morir. Y lo hice no una ni dos veces, sino muchas, y lo mismo hice por Judith”.

Ese recuerdo que Dalia evocaba no sería preciso ni había ubicado ella su fuente y el momento de su gestación. La nubosidad por encima de la imagen se debería, en parte, a que las preocupaciones del momento imprimían en Dalia un vertiginoso despeñamiento hacia el Apocalipsis. Sí percibía que el único consuelo de las angustias de aquel día era el conocimiento previo de que los venideros serían peores, peligrosa situación en que de antemano añoraba el presente a cuenta del futuro. Dalia tejió entonces un fuerte lazo de olvido e indulgencia en torno a su madre, rodeándola de amor y añoranza junto a los grumos resbaladizos de su memoria.

Judith vivía ahora en París y era una psicóloga conocida. No tenía hijos, por los alemanes. Por los alemanes se vino junto con su hermana a Israel, unos dos años luego de la liberación, cuando la vida en los campamentos de refugiados que levantaron los norteamericanos se había hecho insoportable, y Judith hizo del Monte Carmelo, en las inmediaciones de Haifa, su cuartel general y su hogar, y de las calles del puerto, su mundo y trotó por ellas hasta la lujuria y el final de la miseria. Pero la luz que la había dejado hermosa en Bergen-Belsen la guió hacia un esposo anónimo, un marinero francés que se enamoró de esa mujer frágil y sorprendente hasta la locura y que ella iba a olvidar como a otros, sin sentir que le debía nada, durante el mismo desembarco de su viaje matrimonial, en las costas de Marsella.

Y en Marsella se quedó mientras los seres fragmentados, muertos a puntos de morir que eran los padres de Dalia preparaban un salto que no sería el último, característico de su raza sin raíces, un viaje a la Argentina para quedarse, para siempre otra vez, en Buenos Aires, donde podía o no estar esperando una tía buena, una mujer parecida a la madre, otra sobreviviente; su hermana.

Están en Buenos Aires. Su padre la conduce por la calle Florida. Pasean, de una galería de arte a otra. Con una mano él sostiene la de Dalia. Con la otra abraza un paquete que ella mismo envolvió amorosamente en la casa que concebiría oscura como una galería y sin ventanas. Son las pinturas de su padre, óleos inconfundibles. Lienzos y maderos sobre los que inmortalizó piezas de ajedrez sobre tableros casi incandescentes, intrincados casilleros rodantes que se agolpan en torno a un epicentro o bien de deslizan hacia horizontes ignotos que Dalia trataba de otear. Del ajedrez a los caballos violeta profundo inspirado en los misteriosos ojos de su hija única, y hombres, perfiles de hombres sentados, sombras recortadas y lóbregas, hombres pensando, inertes, vencidos.

En la galería de arte el paquete se abría fugazmente. El padre era callado y cabizbajo hasta que estallaba en una ira incontrolable y en palabras duras y gestos cortantes. Callado sí y contenido, de baja estatura, la mirada característica de quienes tenían ojos demasiado acercados unos a otros, como ella, mirada que podía fácilmente ser confundida con la inexpresividad. Rostro delgado, el mentón y la nariz puntiagudos, labios finos, notoriamente distintos a la mirada abierta, despejada, triunfante, de su madre.

El traje gris y los zapatos negros brillantes confundían a los encargados de las galerías, que solían en aquellos días lidiar con personajes extravagantes, innovativos, inesperados, desesperadamente creativos escultores de aspiradoras y bolsas de nylon, pintores de happenings de plumas y lentejuelas doradas, más a la medida de aquel Buenos Aires que aún no había conocida la oscuridad de su tragedia infame, y que por eso exhibía una Florida muy europea con el convencimiento tan famoso de que aquello era el centro del mundo. Buenos Aires con sus cuatrocientos teatros y diez mil pizzerías le diría que no.

¿Tuvo la muerte que ver con que el papá de Dalia vestía traje pero sus dedos eran cortos, de uñas romas y grietas que las surcaban, como al mejor obrero? ¿Con el paquete de pinturas que llevaba con gran esfuerzo el mecánico de la policía? “Su vida medio soñada y su media vida de consuelo”, diría Dalia  de él en otro poema. Y los encargados y dueños de galería quedaban absortos cuando aquel hombre miraba el suelo, sacudía la mano de aquella chica y desenvolvía el hato de pinturas. La sorpresa, que al principio era un gesto interrogativo de las cejas, o una mirada de inteligencia llena de picardía porteña con algún otro presente, se hacía real cuando aquel tipo finalmente hablaba y de esas mandíbulas apretadas brotaba una voz de bajo armoniosa y agradable, un continuum de sílabas tranquilas y convencidas, en un idioma que lejanamente podrían catalogar como el propio, porque estaba erizado de acentos duros y extranjeros. Ante la mirada atenta de la niña, los expertos y dueños de galerías ya habían arribado a la rápida decisión de echar mano a toda su habilidad para jamás tener que mirar aquellos cuadros.

Uno solo se molestó en desencantarle; con misericordia le dijo que las pinturas carecían de valor artístico, que quizás lo tuviesen emotivo, personal, y que si quería que le aceptasen los cuadros para exhibirlos y venderlos debía venir bien recomendado, debía ser reconocido como miembro del atelier de algún buen maestro, debía al menos hacer un curso, o, a lo mínimo, visitar museos y leer libros…

Para ese entonces la voz de oboe ya se había entorpecido y enturbiado, hasta formar un murmullo descendente que finalmente se apagaría como radio vieja. Cerrábase el manojo de ilusiones y la mano huesuda volvería a buscar la de la dulce Dalia.

Ese hombre se enojaba cuando Dalia insistía en presenciar el momento de la pintura, acto introspectivo de creación en el que el hombre incorporaba toda su energía. Volvía del trabajo. Comían callados. Se encerraba para pintar. Los padres nunca se llevaron bien, había dicho ella. La madre era más alta que él, y de ella recibió los labios carmesí gruesos y constantemente humedecidos, que Eli evocaría con dolor ya al borde de su conversión a la religión de la locura.


Capítulo 13

Se enroló en el ejército después de Ein Guedi, temeroso, compungido, inexperto, solitario, enredándose y caracoleando dentro de sí. Enfrentó sin palabras la carcajada de un oscuro compañero de promoción con el que esperaba el turno para la peluquería, te van a destruir porque eres un blando. Observó la similitud entre él mismo y aquel compañero, entre él y todos los demás reclutas. El pelo cortado como verde césped, la cabeza nueva y el uniforme demasiado grande que jamás se preocuparía de mandar a ajustar, se formó a toda carrera con sus compañeros en tres filas ante la oficina del sargento. De allí los enviarían, corriendo también, a entrevistarse con un oficial que decidiría dónde cumpliría los años de servicio militar. En la cola, grandes preparativos, cada uno con su verso, su frase clave preparada, su solicitud lista.

Los más vociferantes, quienes establecen la tónica y el ambiente, quieren ser cocineros y conductores. Los callados llegarán al frente y regarán el camino cómodo de los primeros, de aquellos que saben pedir, a quien el hacinamiento con hermanos y hermanas produjo un ejemplar sumamente dúctil y exigente, de modales cambiantes y estado de ánimo permanentemente agresivo.

El no sabe, él no conoce las reglas; puede pedir una ubicación determinada con serias posibilidades de recibirla. Pero nadie se lo dice, él se cree a la deriva y por ello lo está, indefenso ante la ley natural de los acontecimientos, y entonces otros deciden por él, otros viven su vida, se sorprende a medida que los que le anteceden salen de su entrevista con expresiones de desilusión o júbilo; piensa que los soldados –largas hileras de fusiles en ristre y cascos– son iguales y que también él se hará crecer algún día el bigote. No sabe qué responder a la pregunta benévola y casi tierna, increíble del oficial: adónde quiere ir, Katz, gatito, gatito, bestia de siete vidas, a usted que no tiene familia aquí le vamos a dar algunos privilegios. A ver. Elija su vida, soldado. A la derecha es Auschwitz. A la izquierda, Treblinka. No, a la izquierda es el hotel Hilton. A la derecha, el Sheraton. ¿Pan o agua? ¿Cólera o cáncer? Quedó callado porque a pesar de tanta retórica inflamada sobre la necesidad de hacer al hombre nuevo, de  revolucionar el espíritu , el suyo era de una calidad sumisa, secundaria. Como muchos líderes, se consoló al reconocerlo, era un débil. Sin una  palabra ajena que lo arrancara era un espantapájaros paralizado, un robot desconectado. Calló por el simple respeto al poder militar que le habían atornillado en la nuca desde la cuna. Por un terror natural ante la superioridad, por la disciplina que lo hermanaba en la conspiración del silencio, desde antes de ingresar a la escuela, desde los sirios y el conocimiento de que allí, en esa choza, estaban almacenadas las armas del kibutz. Ahora, el cuerpo tieso, las manos firmemente alineadas a lo largo del tronco, los pulgares apuntan hacia el cielo raso y la vista está fijamente concentrada en un punto inexistente por encima de la cabeza del oficial, el que pregunta nuevamente con suavidad luego de observar un tanto divertido su postura y de intercambiar una mirada cómplice con el sargento presente, si quiere ser artillero, y él, que pensó sólo en la reacción de Dalia, con la voz apenas audible atinó a preguntar qué es lo que hacían en el batallón de artillería al que pensaban enviarlo, para agregar inmediatamente que estaba dispuesto a ir a cualquier lugar que lo enviasen.

(***)

Dalia amada:

Hago mi turno de guardia en el depósito de municiones con un oscuro compañero de división, Abraham Fortuna. No nos hablamos. Es bajo, la cabezota desmesurada, a veces usa lentes, que cubren su expresión mansa y sus ojos grandotes, aunque en realidad no lee. En los primeros días de entrenamiento trató de acercarse a mí; me decía que entendía español, porque en Marruecos sus padres lo hablaban. Mendiga cariño sin hacerle caso al orgullo.

También yo mendigo cariño, en esta olla de presión del primer mes de entrenamiento.

Treinta días en el ejército. Yo que tanto quería enrolarme. Ser verdaderamente israelí a secas. Un nacional. Poder argumentarlo en cada discusión como si fuese un diploma de honor. Sentirme perteneciente en derecho y deber al país, para desde allí poder criticarlo, desnudarlo, atacarlo, derrocarlo. Que desde donde vine vean que el rojo está en el ejército después de todo, que tiene un fusil largo. Servir en el ejército para que los chicos del kibutz no me peguen.

Estar en el ejército de los nuestros, de los buenos, no quedarse solo nunca. Cuánto daría por engrosar las filas de los que se sienten del lado de la razón y sin inquisiciones. Por siempre jamás el imborrable ojo interior vigila si se cumplen las reglas, las ordenanzas. Más que nada la disciplina…

Nos raparon las cabezas el primer día. Ahora todos somos más iguales. Mi uniforme es gigantesco. Las primeras cicatrices de las primeras afeitadas a la carrera y con agua fría. Somos uno solo.

Venir de la mano de mamá y que ella me espere a la salida, que no se aleje demasiado por si me pongo a llorar otra vez. Que mi padre que no es escritor sino policía es fuerte y justiciero.

Amor: estoy muy cansado y ya no veo lo que escribo. Se me acaba el papel y tengo que miniaturizar la letra a la luz de un farol o de alguna zarza ardiente o de la luna. Estoy en el depósito de municiones. Otra vez me enviaron aquí y no sé protestar. Aunque está prohibido, me quito los botines. Para no amargarme pienso en nosotros y así me salvo de la aplanadora.

Algunos de los compañeros lograron zafarse, encontraron sus profundas enfermedades y las exhiben como excrementos para que se apiaden de ellos y les dejen ir. Pavel sacó a relucir una úlcera y se convenció tanto de sus dolores que no nos dejó dormir y le arrojamos una cobija encima cuando volvía de hacer unas gárgaras en la oscuridad y descalzo sobre las piedrecitas cortantes que tanto abundan en estas montañas. Lanzó un grito tan penetrante y estridente que no nos quedaron ganas de pegarle. Desde entonces anda con cara de llorón y un plato repugnante de quesillos y cuajadas.

Shaúl logró inventarse un zumbido en los oídos. Lo colocaron en una especie de cámara de gases para revisarlo y volvió ileso y casi libre del servicio militar. Parece que lo envían a alguna base cerca de su casa, en un lugar donde no se oigan tiros.

No les envidio por la mejor suerte que les espera. Es cosa de saber arreglarse en la vida. Algunos saben, otros no. Elegir uno de tres caminos: el de hormiga blanca, agachada en el desierto, que recibe los golpes sin siquiera saberlo. El de macho de la jauría, nariz respingada que aspira solamente agua de rosas y rapé. O el de canguro saltarín, de aquí para allá en carrera nivelada y a veces hasta gratificante, llena de satisfacciones y desilusiones. Que les vaya bien.

En las clases de explosivos nos piden imaginarnos que cada carga es una casa de terrorista menos. Soldado Tawil, ¿sabía que cuando están bien dinamitadas, bien herméticamente cerradas por todos los costados con maderas y papeles de diario y tiras de polietileno, alcanza con una pequeña carga explosiva en el centro geométrico de la casa para volarla por los aires? ¿Y usted soldado Katz? Hay que arrastrar una mesa al centro, quitarle de encima todas los utensilios, los papeles a medio escribir, unas tazas de café que la presunta víctima dejó vacías y con los signos indelebles de la premonición, un cenicero con colillas marcadas de lápiz labial oscuro y de brillo aperlado; la foto de su hija. Volcarlo todo con el brazo extendido como ven en la foto, como harían en una película, colocar la silla encima de la mesa y sobre ésta los explosivos. Lo primero que vuela es el techo entero, está todavía en el aire cuando las cuatro paredes se derrumban hacia adentro sin ruido casi, sin quejarse, porque a quién se van a quejar, eh, todos se ríen como bestias animales, aléjate porque te puede pegar una piedra y no llevas el casco puesto.

Hace diez minutos que tenían que haber llegado a relevarnos de la guardia, pero se hacen los sordos y ya estamos roncos de tanto gritar que nos vengan a reemplazar.

Para mí, dormir bien, comer bien, estar limpio y arreglado dentro de mi gigantesco uniforme, por hoy, alcanza. Ya me relevaron, aunque Abraham Fortuna se quedó por dos horas más en el depósito. Dicen que le van a devolver esas horas, pero quién le devuelve la vida que pierde mirando piedritas. Como soy el último en ducharme se me terminó el agua caliente, me enjuagué con agua helada. De vuelta al pabellón leí el siguiente cartel: ‘no ahorres tu esfuerzo; esfuérzate por ahorrar’. El próximo cartel exige que se haga la venia a todo oficial o sargento mayor. ¿Qué te parece?

Pedí una entrevista con mi teniente para que me permita ir directamente al curso de artilleros. Vamos a ver si me recibe en audiencia.

Mi amor, tengo frío. Atacaron el depósito de municiones a balazos. Abraham Fortuna estaba allí otra vez. Lo hirieron y tuvo suerte, porque se lo llevaron al hospital Hadassah de Jerusalén. No creo que vuelva a la base, seguramente ya se salvó. Yo también quiero irme. ¿Qué hago?

(***)

Durante los meses terribles de entrenamiento básico hubo dos, tres encuentros, tres únicos encuentros con Dalia. Al principio Dalia lo entronizó, de modo tal que aceptó, como obsequio para el día de la incorporación, inmolar su propia virginidad, sellar el pacto iniciado en Ein Guedi y dedicar la noche al placer de él, a explorar por sus huesos y sus perfumes, a recorrer el cuerpo de él y probar cada partícula de su piel mientras Eli guiaba su cabeza con ambas manos.

Pero pasó el tiempo y Dalia supo precisamente que también tenía que ocuparse de ella misma, sus estudios, su vida, de la gente con la que vivía y compartía los quehaceres cotidianos.

Lo vio llegar del ejército por sólo pocas horas, destrozado, maldiciendo su vida.

A sus compañeros los habían aconsejado, preparado, entrenado los hermanos, los mayores, los amigos, las costumbres, la tradición, los rumores; sabían hablar con la superioridad, tenían lista la ropa militar y a la medida; encontraban en cada base amigos entre los cocineros, los sargentos, los enfermeros. En cambio, él era un oponente, un crítico, y en consecuencia llegó al ejército ignorante, un injerto extraño, lo relegaban cada vez más atrás hasta que su cama fue la última del enorme dormitorio, la de arriba, la pegada a la pared, y si debían saltar de las camas al suelo, vestirse y colocarse los accesorios militares, el fusil, el casco y la mochila, y salir corriendo a la formación, nadie se preocupaba de despertarlo y él, dándose cuenta de que se avecinaba una desgracia, de que no se despertaba, no se despertaba, se avecinaba el castigo y no llegaría a tiempo a la formación, trataba frenéticamente de abrir un ojo y luego otro para dormirse profundamente un segundo después, porque se daba cuenta de que todavía estaba en el ejército, y perdía su propia apuesta que se hacía en la semivigilia, cuando inquiría si aquello de lo cual se estaba despidiendo era el sueño y si lo que se aproximaba la vigilia o viceversa. Rodaba por último al piso, donde se golpeaba la espalda, porque el sargento, irritado por su atrevimiento, había derribado la cama para castigar a aquella marmota.

Lo vio pues llegar amargado y comparando incesantemente sus desventajas y murmurando su diario de la derrota.

Llena de desilusión Dalia corrió sin embargo a su encuentro para abrazarlo, y escondió su cara en el olor a aceite para fusiles de su camisa.

El llegaba en el preciso momento en que Dalia estaba reunida en su habitación de estudiante de la Universidad de Jerusalén con varios amigos de su mismo país, en discreta conversación: abundantes cabelleras rubias, barbas frescas y sonrisas descansadas con caramelos y tacitas de un té muy fragante que alguien había hallado en los mercados de la Ciudad Vieja. Viéndolos juntos, intercambiaron miradas entre consternados y divertidos; comprensivos y adulones, palmearon el hombro del único soldado que conocían, cuya suerte ellos, inmigrantes recién llegados del enorme río, no querrían compartir jamás, porque si así era el cariz de las cosas, si éste era el resultado del entrenamiento básico, si de esta manera trataban a los reclutas, yo no quiero, yo me borro, que se olviden que voy a hacer el ejército.

Y los amigos abandonaron allí mismo el dormitorio de Dalia, que no estaba segura si debía alegrarse y agradecerles por su delicadeza y tacto u odiarlos por abandonarla y dejarla sola con él, que interrumpía su paz, su placentera experiencia estudiantil sin obligaciones ni sobresaltos, ya que ahora comenzaría un ciclo de exigencias inoportunas por parte de Eli, quien sin reparar en los buenos modales y el decoro, intentaría tumbarla en la cama ni bien se cerrara la puerta detrás del último guiño cómplice. Jadeante y exhausto al mismo tiempo, se encaramaría sobre ella con el último hálito de su espíritu, y Dalia forcejearía un rato debajo de él para luego desplomarse con desgano.


Capítulo 14

La leona Babta fue capturada en el último día de la estadía de Dalia y Eli en la playa Ein Guedi. Viniendo de más al sur, del desierto, había penetrado dos veces en el área de viviendas del kibutz –la aldea comunitaria más cercana– en busca de alimentos. Según los especialistas no era peligrosa. No se le debía temer pero tampoco confiar demasiado ni acercársele con brusquedad. Los habitantes del kibutz se habían sobrepuesto a sus sentimientos compasivos y pese a los ruegos de la Sociedad para la Defensa de la Naturaleza que clamaba piedad por la vida de Babta –sólo preocupada por sus dos cachorros– habían salido a matarla antes de que ella los matase a ellos o a sus propios hijos.

Los colonos actuarían contra la ley. Un enfrentamiento se avecinaba por la vida del animal. El caso adquirió ribetes melodramáticos. La prensa y los intelectuales se interesaron por el simbolismo, los animales bíblicos, el pasado remoto, los representantes del país socialista y comunal… Finalmente, un jeep de la Sociedad para la Defensa de la Naturaleza se interpuso entre los fusiles de Ein Guedi y Babta –y ante la presencia curiosa de Dalia, Eli y otros visitantes de la costa semisalvaje y pedregosa– salió a un safari solitario del que volvería con la fiera, dormida y ensartada en una red, para colocarla con el mayor de los cuidados en un camión y llevarla al norte, a Petaj Tikva.

Cachorro de león Judá:/ de presa, hijo mío, has subido; / tendístete y dormiste como león y leona/ ¿quién te despertará? –  Genesis 49:9

Después de finalizado el período de entrenamiento y ya estacionado en el escuadrón de artillería, no pudo visitar a Dalia más que una vez cada dos o tres semanas. Claro que era insuficiente, pero no atinó a solicitar que le otorgasen mejores condiciones. Dalia por entonces ya lo atendía con menor deferencia. Eli tampoco era tan impulsivo ni por otra parte tan irascible con los amigos de ella, pero sí poco atento hacia las anécdotas de la vida estudiantil. Surgían pequeñas rencillas domésticas, cierto tedio cotidiano y sólo quedaba tiempo para breves paseos por la Ciudad Vieja tomados de la mano.

Hasta que estalló la guerra de Octubre, también llamada la del Día del Perdón, la del exterminio. Sobrevinieron entonces cinco largos meses durante los cuales Katz no llegó a visitarla: se comunicaba, eso sí, por teléfono en cada oportunidad que podía. A veces su unidad llegaba a algún lugar donde un aparato especialmente emplazado para permitir que los soldados llamaran a sus casas era colocado en el centro de la explanada central, y un centenar de uniformados polvorientos, hambrientos de ternura, serpenteaba en torno al teléfono mágico. Otras veces llegaban a la concentración vehículos especiales con teléfonos inalámbricos, y un encargado se aseguraba que nadie hablase por más de tres minutos. Hola Dalia, perdóname que te despierte a estas horas. No, no hay ningún problema, quería que hablemos un poco, cómo estás, ya sé que estabas durmiendo, perdóname.

Escribía apasionadas tarjetas postales cada día, convencido de que experimentaba el más profundo de los enamoramientos. No tenía más tiempo que el suficiente para lamentarse del cansancio y el horror propios y asegurarle que no podía describirle las atrocidades que vivía y de las que era testigo y que lo sobrecogían y aniquilaban, más tarde te cuento, en otra ocasión. Y ella ya no preguntaba y prefería no saber y al colgar él el tubo consternado por lo que no dijo, Dalia callaba, bostezaba, seguía durmiendo.

Para el tiempo en que ya había terminado la primera parte de la guerra y transcurrido el invierno y luego el principio de la primavera, logró salir de licencia por primera vez. Encontró a Dalia hermosa, más que durante la noche de Ein Guedi, tan sonriente y feliz como cuando arrastraban a Babta por la carretera para encaramarla al camión, y ella batía palmas y saltaba con su breve falda de niña porque la leona se había salvado. Pero fue serena y hasta pudorosa al mantenerlo alejado de su boca y colocarle un brazo encima del hombro. Palmeó su espalda a la manera de los hombres, tranquila y sin culpa y le dijo que ya no estaba más con él, que no era más de él, que había otro hombre, que resultaba imposible que prosperara la relación entre ellos viéndose con la frecuencia en que se veían, una vez cada dos o tres semanas y después peor, vino la guerra, y ella perdió el recuento del tiempo de esperarlo, fueron apilándose los meses y comenzó a borrarse la imagen viva de su rostro en su memoria de muchachita; si pensaba en él lo hacía ahora ya sin nostalgias sino con cierta lástima por las peripecias que él tenía que afrontar solo mientras que ella y su nuevo compañero, ya su amigo de dormitorio, lo pasaban bien, en realidad más que bien, muy enamorados, qué lindo, no, era obvio que ella y Eli no podían seguir amándose en tanto nada había en la experiencia diaria que alimentase aquella relación, de modo que poco después de la guerra se había permitido a sí misma caminar, luego besarse, recibir sus caricias y brindarlas, acostarse con el otro, sí, y durante aquel tiempo no le había contado nada a él para no causarle más dolor, por consideración.

Y como él insistía en que le dijese quién era aquel hombre, y le prometió que se retiraría y desaparecería de su vida ni bien le revelara el nombre del otro, y como ella vio en su frente indeleble la huella de la derrota, y como pegó su rodilla hincada a la tierra y deslizó sus manos implorantes a lo largo de su cintura, y como no comprendía ya cómo había querido a Katz todo este tiempo, le contestó que había sido Carlos el argentino, el simpatizante del grupo, a quien ella había conocido en Italia y luego presentó a todos y que Carlos ya estuvo en su vida como amigo, como compatriota, como confidente, como compañero de curso, como quien ella presentó a la organización;  fue su guía de perplejos en la época de la crisis, cuando Eli no estaba, se ausentaba y quizás, como le decía Carlos, estaba muerto y qué más da. Y como Carlos conocía a Eli muy bien por meses de esfuerzo y frustraciones propias del activismo en la organización, ella se sentía muy cómoda, muy bien con él, porque tenía todo lo que Eli le podía ofrecer y más, mucho más, pero basta.

La revolución había sido su principal motivo y objetivo, le dijo ella; él mismo se lo había enseñado desde el principio. Le agradecía por haber sido su primer maestro, aunque él debía reconocer que en realidad padecía de muchas debilidades teoréticas, que no sabía tanto como ella creía en un principio, y la revolución se beneficiaría mucho más si ella la emprendía con Carlos y no con Eli como compañero, porque si bien Eli no carecía de la mejor de las buenas voluntades, era torpe, incapaz de liderar a las masas de los desposeídos, demasiado blanco, demasiado filósofo. Carlos que era moreno y resuelto, alto y fornido, Carlos cuya sonrisa y vigor nadie jamás podría imitar, le dijo, por más que tratase, era el dirigente que ella anhelaba, para los demás y para ella misma.

Todo lo cual escuchó Eli y con la boca seca, sin creer que el abandono databa de mucho más atrás que aquel momento en que llegó a su habitación y golpeó con la mayor suavidad de sus nudillos la puerta. Sintió vergüenza ajena, sintió que era él el culpable. Se avergonzó de su ingenuidad y víctima del engaño orquestado por dos personas hábiles, realistas, prácticas, que se confabularon para mentirle durante meses y entretejer la más infame de las traiciones. Temió moverse, respirar, perderse una sola sílaba de las explicaciones que Dalia, segura de sí misma, valiente, encantadora delante de él, le daba. Ella desovilló de su sortilegio de claves y códigos un dogma que era, por fin, la Verdad que él tanto anhelaba conocer acerca de su verdadera condición y carácter como hombre, la punta de la soga donde colgaba su vano orgullo y su intermitente humildad. Y por esa Verdad que lo destrozaba le agradecía, porque al menos se enteraba de la situación y podía establecer una nueva base en la lógica de su vida, aunque esa misma lógica lo llevase a la muerte.

Nada más que decir, dijo ella nuevamente, aunque le guardaba cariño quería olvidarlo, de hecho lo tenía casi olvidado, casi no se acordaba de él, le dijo sonriendo con suavidad, no, en realidad era mejor que se fuese ahora mismo porque para ella, él nunca había venido y si algún día se lo preguntaran, diría con plena seguridad que no lo había visto desde antes de la guerra.

Y Katz, que había llegado por toda una semana, que había recibido una licencia de una semana entera y había dispuesto de una suma astronómica de dinero para pasar con Dalia siete noches con el propósito secreto de proponerle a su término la unión final, el compromiso para siempre, Katz, con una semana libre a cuestas y el corazón reventado por un obús dentro del pecho, se fue.

7

Enojada, había terminado diciéndole a Eli que se encontrarían en Tel Aviv y basta. Ella se reuniría en Brindisi con Batia que ya estaba sobre aviso y luego recorrerían las ciudades del ensueño: Florencia, Asisi, Génova, desembocando cual caudaloso Rubicón en la ciudad eterna. Estaba harta de tanta tensión y peleas. No congeniaban en nada; no recordaba por qué lo había querido tanto.

Ni Eli veía ya en ella más que una mujer inútil, estúpida y principalmente ciclotímica. Una sola palabra que ella considerase negativa u ofensiva causaba el derrumbe del castillo de naipes de su ánimo y la amargaba por incontables horas. Tampoco lograba comprender por qué lo iba siguiendo siempre, por qué siempre iba detrás de él. Nunca juntos.

Ella enfilaría pues para la rolliza Italia, pasaría largas noches en trenes lejanos, apoyada en la ventanilla mientras lo recordaba. Quizás otro hombre sería un lento oasis para el descanso. Tanto viaje para llegar a los mismos lugares entrevistos en los sueños, en relatos de amigos, en rincones de historia, tanto viaje solamente para nombrar ciudades visitadas, hitos recorridos, tareas cumplidas, cosas hechas…

Batía seguiría menuda y dulce con ella, tendrían ocasión de charlar, de cotorrear, diría ella cariñosa, me gusta como amiga, tiene la mejilla cálida y un regazo que consuela, que aprueba, el silencio oportuno, su mecha de vida pegada al tronco de su cuerpo, la mirada azul y alegre y la curva suave de su pecho apenas insinuada por suéteres gruesos y el movimiento de su cuello.

La excursión a Brindisi se convirtió fácilmente en aventura cuando conocieron a dos genoveses en una pizzería en donde servían las porciones cortándolas con tijeras. Fue ese el amor fácil, la rebelión de la indomable Dalia, la subversión de sus votos de lealtad revolucionarios. La caricia de los mediterráneos le entornó los ojos, bronceó su piel y le silenció la angustia que la había carcomido hasta la raíz de su cuero cabelludo. Mucho sol y mucho amor fueron remedios infalibles para tantas memorias de holocausto y frustraciones de su padre pintor, el camino inmóvil, el mundo seco, la muerte de acompañante de honor siempre por detrás del hombro izquierdo.

Arrobadas de felicidad, las niñas acordaron encontrarse con los romeos galanes en Génova, en casa del tío de uno de ellos, artista y carnicero. Y no hubo tristeza ni resignación sino una oscura felicidad en ellas incluso cuando en Génova no los esperaba nadie. Los muchachos juguetones y amorosos se podían haber corporeizado en palomas oscuras y recuerdos de sus besos, para ellas era lo mismo, con la frescura de su amistad gozaban de la ropa que ondulaba al viento, tendida en sogas a lo ancho de las callejuelas, las velas de Cristóforo Colombo henchidas de excitación, el carnicero tenía la cara roja, la voz de vino y los dedos cortos, un mostacho aceitado característico de los hombres de corazón bueno, sonrió al verlas, se rió de su sobrino con un ojo brillante, organizó un happening en honor de las dos adolescentes; juntó un montón de tarjetas y anotaciones que extrajo del profundo bolsillo de su delantal, refugio marsupial para las ilusiones de las muchachas. Sopesando los papelitos con ambas manos gritó de goce y los arrojó por los aires. Los tres festejaron ruidosamente todo ese montón de basura.

No llegaron los muchachos a Génova, quizás encontraron a dos lunáticas como Dalia y Batia en el camino. Quizás no había sido más que un truco, una mentira dulce y cándida de los jóvenes de Brindisi, un medio fraudulento y persuasivo para mandarlas al presunto tío solitario de Génova. Ellas repararon el inconveniente haciendo el amor con el tío carnicero y entre ellas mismas, tan contentas y cándidas que pocos días después todo el incidente había desaparecido de sus memorias y con el tiempo Dalia acusaría a Gabriel de haber fraguado esta patraña con el único e impuro fin de llevarla de vuelta a Israel.

Porque Israel, el país madre, cuna de las piedades y de sus consecuentes crueldades que Dalia había creído vislumbrar en las arenas movedizas de París después de la pelea con Eli y antes de la decisión de reencontrarse con la amistad infantil de Batia, Israel había resurgido en un gesto del carnicero genovés al darles la despedida.

Supo que eran israelíes y les señaló con el dedo los muros blancos del hotel sede del Instituto Israel. Un suspiro largo como el galuth surgió de los labios carnosos de Dalia. El aire italiano, el arte del happening, la inspiración ilusoria la abandonaran y quedó blanca y vacía. En el camino al hotel, Batia con la misma sonrisa de siempre decidió volver a sus estudios de medicina dental en Brindisi, dijo adiós y se alejó sin mirarla.

Dalia hizo su aparición en el pequeño lobby, polvorienta, sumida en una ligera confusión, aturdida por tantos rumores, escuchó por primera vez en muchos días esa música de tonalidades fuertes y varoniles, canciones israelíes de marcado acento extranjero, viejas canciones de pioneros, tamtams de los primeros colonos. Vio sombras de fuegos de fogatas, cortezas secas, gorros de lana y café árabe, caras de judíos arropados en kefías y abrazados a viejos fusiles, rimas de justicia e igualdad, bailes vertiginosos que en el hotel de Génova remedaba un corro de la juventud.

Dalia dio un paso más dentro del lobby del Instituto Israel. Un paso más y uno más y otro maquinalmente dentro de aquella habitación, el rincón donde una mano veloz rasgaba las cuerdas de una guitarra y como a través del polvo distinguió por encima de todas las caras risueñas y juveniles, la de Carlos.

Demasiado ajetreado con su música y haciendo aire; preocupado porque en el entusiasmo del canto hebreo no se le descompusiera el peinado, sonriendo porque se sentía por encima de todo el grupo y éste lo estaba rodeando casi con veneración, contento porque lo estaban descubriendo después del recibimiento a comienzos de aquel mes, casi frío, casi de rechazo, Carlos no reparó en el nuevo par de ojos que se posó en él.

Lo que Dalia vio no lo había percibido nadie más, porque miraban únicamente la cara sellada, los ojos ubicuos, porque los otros se limitaban a batir palmas con las manos y no habían distinguido aquellas manos blancas que acariciaban con delicadeza y pasión los contornos del instrumento. Y Dalia miró como hipnotizada las manos tersas y suaves, las manos de amante de Carlos y dio un paso más hacia adelante.

De pronto Carlos avanzó hacia el centro de la habitación, levantándose del banco en donde se habían apretujado sus compañeros en busca de apoyo. Casi violento interrumpió el cántico de los adolescentes, sus compañeros de viaje a Israel, y con la seguridad que tiene quien ya ha matado, al grito de “¡Ahora en árabe!” sus manos partieron en busca de las cuerdas como lanzadas por una catapulta. Veloces y ariscos, sus dedos rasgaron la guitarra produciendo una cadencia ronca y entrecortada, un ritmo imposible y a la par incompatible con aquella situación amorosa que él mismo se venía representando. Empezó a tararear una melodía ascendente y descendente que pertenecía a un lejano atardecer de una aldea de la Galilea y a cabras negras y a voces extrañas, y ni él sabía si la estaba festejando o ridiculizando, y los otros, las melenas largas, los ojitos sorprendidos, tímidamente le secundaron.

Y superando la nube de polvo Dalia comenzó a bailar.

Presa de aquellas manos blancas y su música, olvidando todo ridículo: una réplica, memoria de otra memoria de tiempos inenarrables, su cuerpo se movió, primero pesado y sudoroso, al comienzo su cuerpo siguió casi con desgano las disposiciones de su mente, sus pies casi no se movían y era su cintura, su cintura de mujer niña nada más la que se mecía en círculo delante de todos aquellos extraños desconocidos. Pasó un rato más y otro y todavía no la habían visto, y ella de pronto extendió sus brazos; al suelo echó sus bolsos y pertenencias, desdobló un pañuelo y lo retorció enarbolándolo por encima de su cabeza y alrededor de su cuello, rozando sus pechos y ahora también sus piernas habían recuperado su fuerza sencilla y toda ella irrumpió a la carrera bailando en el campo de visión de aquellos muchachos atónitos y Carlos más sorprendido que ninguno dejó de tocar.

Pero Dalia siguió danzando. Bailó todas sus penas de amor y sus esperanzas de redención. Bailó como una solitaria, una verdadera solitaria: en seco y sin música, al son de las melodías celestiales que sólo ella oía. Y siguió bailando cuando aparecieron los primeros silbidos de regocijo y aplauso que festejaban su danza y con igual brío danzó cuando Carlos, enamorado por primera y única vez en su vida, hizo temblar las cuerdas en un acorde absurdo, sin sentido, un acorde que no pertenecía a aquel lugar de sus vidas sino a un misterioso futuro.

Entonces, incapaz de acompañarla en esa danza poética, él se puso a llevar el compás con las manos y a dar palmadas, gritando, guiando y dando el vivo ejemplo a sus compañeros que lo secundaron. Y como esas palmadas iban al compás de la danza y los contoneos de Dalia, creyeron que ella bailaba y saltaba al compás de ellas, y esto les movía a aplaudirle más. Y no supieron que ella ni siquiera oía sus palmadas y que si arreciaba su danza cuando arreciaban los aplausos de sus seguidores, es que ellos aplaudían porque ella danzaba y no saltaba ella porque ellos aplaudieran.

Y cuando finalizó la música en sus oídos y Dalia abrió los ojos y se encontró en el centro de un grupito cándido de muchachos y muchachas argentinos que la miraban con arrebato, empalideció de vergüenza y quiso morir en aquel mismo instante. Pero si, con un gesto de caballero Carlos le pasó el brazo por el hombro y la guió hacia el bar del lobby, diciéndole en pésimo italiano:

-No les prestés atención. Vamos a sentarnos en un rincón. Tranquilos, ¿si?

Situación ésta en donde el ridículo a los ojos de Dalia fue tan grande y tan acumulado que perdió de una vez y para siempre su timidez y prorrumpió en una carcajada sonora, clara, que encantó a Carlos y entre risa y risa contestó:

– Pero tonto, tontito, ¿no ves que soy israelí?

Capítulo 16

Carlos extiende la mano; toma entre sus dedos un rizo de mi pelo. Qué delicadeza increíble la de este hombre. ¿Por qué sólo yo sé que detrás de ese semblante duro, de su rostro afilado y feroz existe un alma sensible que revolotea? ¿Que el bigote y los guantes de cuero y las esposas que posee son solo expresiones de protesta hacia el mundo exterior o recuerdos de su servicio allá en la Argentina? Le acaricio el bigote con la yema del dedo y él me lo besa apasionado y lo muerde. Después enciende un cigarrillo. Siempre lo hace cada vez que hacemos el amor y es algo muy romántico y halagador que nunca encontré en Eli: su cariño, sus besos, su abrazo interminable y fuerte. No quiero pensar en Eli. Podría darse cuenta de que estoy pensando en él y llamarme desde su base arenosa y romper el músculo de secrecía que tejí en torno a mis amores. Carlos pasa un dedo por mi muslo y me estremezco toda, quiero más, me quedo callada mirándolo como una boba y sonriendo. Quiere decirme algo.

-¿Qué pasa, mi amor?

-Antes de enrolarse, Eli me contó un sueño- me dice.

-¿Eh? ¿Quién? ¿Eli, mi Eli?

-Sí, Eli, Eli, ¿por qué? ¿Conocés otro Eli? ¿O no te cabe que él sueñe? ¿Acaso un verdadero revolucionario, como vos lo llamás, no puede tener sueños?

-No, pero a mí nunca me los contó. Y no te rías de los verdaderos revolucionarios. Yo también soy revolucionaria. ¿Y el sueño?

-No sé, era una mañana gélida, y lo sabrás, porque se despertó en tu habitación, le habrás ayudado a levantarse, a vestir esa campera pesada y larga que tiene del kibutz y a salir corriendo de la casa todavía sorbiendo el café. El y yo fuimos a vender los diarios de la organización en la fábrica Elite de Ramat Gan y el guardián nos empezó a insultar y a gritar que nos fuéramos…

-Sí, y Eli trató de convencerlo por las buenas, como lo hace siempre, y dando por sobreentendido que era oriental, para ponerle en evidencia la discriminación racial a la que era sometido le preguntó de qué origen era, y él lo tomó por las malas, pensando que si eso le preguntaba Eli, era para recalcar la inferioridad de su origen, y eso le despertó más sentimientos de agresividad…

-Y yo me metí entre los dos y le dije al guardián eso de “yo no te conozco y tú no me conoces”, y él quedó un tanto sorprendido y no supo qué decir y mientras tanto Eli presentó el diario a los cinco o seis obreros que se habían acercado por el barullo y les comenzó a arengar con ese entusiasmo que saca no sé de dónde.

-Bueno, sí, Eli lo contó y narró todo eso.

-Sí, pero después, cuando los obreros se fueron con los diarios que Eli les había vendido y el guardián desde las rejas cerradas siguió mirándolo con furia, refunfuñando, él le dio la espalda, apoyó medio hombro en el árbol, así, cruzó los pies y hablando hacia los automóviles que cruzaban la calle Jabotinsky, murmuró algo que no comprendí.

“Me agaché un poco hacia donde Eli estaba y le pregunté qué era lo que había dicho, y le respondió a los automóviles que estaba podrido y que había tenido un sueño terrible, y le dije que todos los tenemos de vez en cuando, y él contestó que sí, pero que ese sueño le volvía todas las noches.

“Y cuando le pregunté si me lo quería contar, él se acordó que era mi superior, el maestro, un soldado y yo sólo un simpatizante, un subalterno, quizás un pupilo, y que no debía demostrar debilidad ante mí, y dijo que no, pero después, camino al autobús que nos traería de vuelta a Tel Aviv, sin previo aviso me lo dijo todo.

-¿Y?

-Nada, una tontería. No le hice caso. Te lo cuento sólo porque era la primera vez que se abría de esa manera… El sueño, bueno, es un alacrán. Encuentra un alacrán negro en la cama y vos estás durmiendo. De pronto, el alacrán es de oro y tiene piedras preciosas azules, verdes y rojas sobre el caparazón. Y después Eli siente que él mismo se desvanece, que se esfuma de su cama, que no está más, y que el precioso alacrán se queda sobre la sábana ocupando el lugar que él tenía antes e ignorándolo totalmente.

-Carlos…

-¿Qué pasa?

-Eli ya sabe…


Capítulo 17

Por eso ahora, después de abandonar el jeep del jefe del batallón en Najal Iam, no era a Jerusalén adonde llegaba en su imagen de conquistador derrotado. Ella ya no lo esperaría allí, seguramente lo había olvidado; Jerusalén la blanca se desentendía de sus cálculos vitales, de su caída precipitada. Jerusalén ya no era su ciudad tierna, su nube de goce. Dalia había elegido otro jeque, otro general para su cuerpo, otra mirada que velara su sueño, que alisara los pliegues de su frente, que tranquilizara su demanda de atención y cariño.

Estaba en Petaj Tikva, en la puerta de la esperanza, en el zoológico. Sabía que encontraría a Babta echada en su jaula. Se encaramó a un árbol, detrás de la jaula, desde el que podía observar sus movimientos. Allí permaneció largas horas al resguardo de quien pudiese hacerle daño; invisible para los humanos, escondido entre la jaula y la cerca, esperó que todos saliesen del zoológico, que cayera la noche y que el guardián cerrara la puerta de su cuartucho, para acercarse a Babta rencorosa y desilusionada porque le habían negado amamantar a sus cachorros abandonados desde que se la llevaron, a Babta, leona del desierto, ojos amarillos de odio, la sal en la costa, Dalia desnuda, Babta violenta y terrible que se acerca, y ahora Katz, más valiente que nunca, al descuido, despreocupado, introduce primero una mano que se le antoja no es la suya, mira su propia mano y el maullido retórico y profundo del animal lo induce a introducir la cabeza en la jaula y gritar dalia