Harry Potter en Los Angeles

7/2/2007

Tres minutos antes de medianoche del viernes se oyeron los primeros gritos y las líneas comenzaron a moverse. Casi enseguida emergieron los primeros, los privilegiados, los pocos, los que habían esperado por horas con sus sillas plegadas y sus termos de café vacíos y sus revistas releídas y con su flamante libro de Harry Potter, el de los Deadly Harrows, el séptimo, el último, el que cierra la serie.

Hasta aquel momento la librería Vroman en Pasadena, como las otras en Los Ángeles, era un festival: música en vivo, disfraces, torneos, premios, venta de galletitas y dulces y refrescos, pinturas faciales y modas amateur. Rondaban la calle Colorado equipos de TV, periodistas por cuenta propia y espectadores de lo inusitado. De algunos automóviles en circulación se escuchaban gritos… insultando a Potter. Y dos líneas de espera: de quienes habían pagado por el libro y los que no, ambas de un centenar de metros.

Miles de personas recibieron el grueso volumen.

Y se fueron a leer un libro.

La venta de la obra de Joanne Rowling –en edición de 12 millones solamente en Estados Unidos – fue un fenómeno de mercadeo global.

En Los Ángeles, la tensión previa a la publicación creció exponencialmente con el estreno de una película de la serie, la visita de sus actores principales para dejar sus huellas en el Teatro Chino, presentaciones en multitud de centros, clubes y bibliotecas. En la Biblioteca Central se reservaron mil libros.

Pero Los Ángeles no fue única.

Escenas similares se dieron en Manila, Kuala Lumpur, Tel Aviv, Ankara, Pekín, Londres.

La expectativa había estimulado con miras a incrementar las ventas, usando todos los recursos de comunicación de masas. Pero la atención respondió a un interés genuino.

¿A qué se debe la atracción?

A la combinación entre una buena escritora y un esfuerzo de mercadeo exitoso.

A que Harry es un chico justiciero, como quisiéramos serlo.

A que, como nosotros, ese muchacho no es muy capaz, ni muy inteligente, ni exitoso por mérito propio.

A que su universo mágico tiene lógica propia, sentido común. Parece real, aunque jugamos a que no lo sea. Se basa en los juegos que juega la mente.

En el cine es como Star Wars, basada aquí, en “Hollywood”; en la literatura, como los libros de Carlos Castañeda sobre la magia precolombina, producidos aquí en Santa Mónica. Su postulado nos parece natural.

Rowling exhibe un universo con principios similares a los de nuestra economía de mercado: una escuela privada; un gobierno inepto de regulaciones inútiles; un público de consumidores (de magia); una sociedad donde ganar es lo más importante. Se puede decir que pese a su inventiva e imaginación, no fue capaz de concebir una realidad social diferente.

¿Por qué entonces me alegro por Potter? Porque en momentos en que nos ahoga la desinformación, que se estimula la ignorancia, que se glorifica la violencia, que se congela la mente de los niños en infinitas series de dibujos animados, que los chicos anhelan un juego electrónico para sumergirse por horas solitarios y totalmente pasivos, en ese momento, surge un libro –una serie- sólo para leer.

Y leer vale.