Fiestas patrias en Los Angeles: por qué nos fuimos

9/19/2005

Millones en Los Ángeles, el sur de California y todo el país celebraron esta semana su día de independencia: los mexicanos, el 16 de septiembre; los centroamericanos (menos Panamá y Belice), el 15.

Los otros latinoamericanos recordamos con emoción similar en nuestras propias fechas patrias la independencia de España, Inglaterra y también Portugal; Chile, el 18; el 5 de julio en Venezuela, los argentinos, tanto el 25 de mayo como el 9 de julio.

El festejo es multicolor, altisonante, intenso. Unos amigos escriben que “un departamento vecino se llenó de globos verdes, blancos y rojos”, en Los Angeles. En las cocinas se prepara pozole, sopes, antojitos mexicanos. O empanadas, o sopaipillas chilenos. O ceviche peruano. Se vende más música de mariachis, más películas de Pedro Infante y Jorge Negrete.

Y este año, en la esquina del bulevar Pico y la calle Vermont, los centroamericanos, dice la reportera Yurina Rico, celebraron con “el desfile más grande de su historia”.

Entonces: dentro de los corazones en Los Ángeles retumbaron sones de la casa lejana. En ese día recordaron a la madre que dejaron allá, las calles de nombres conocidos, o la imagen del último clásico de fútbol que vimos antes de salir.

Una amiga cuenta: “la primera vez que volví a mi país, cuando estábamos por aterrizar estaba tan feliz que se lo comuniqué a los otros pasajeros cercanos. Todos me parecían mis amigos. Me sentía libre, porque por fin, no era una alien.”

Es decir: creemos, estando aquí, que allá éramos libres. Y nunca, unos meros extranjeros.

En el popular programa de la TV mexicana “Donde estás corazón”, emigrantes mexicanos enuncian: “en México, aunque pobres, se es más feliz; no hay dinero pero siempre hay tiempo para abrazarse”.

México –o Buenos Aires, o Managua- se ve como otra tanta Jerusalén: ciudades soñadas, lugares queridos, añorados y fabulosos.

Si es así, ¿por qué nos fuimos? ¿Por qué no volvemos?

Es que en verdad, nos vamos – y nos quedamos– no por ninguno de esos sentimientos, sino porque tenemos o no trabajo. O hambre. Porque lo que ganamos ya no nos alcanza. Porque una hermana ya vive en Tarzana, California. O porque nos persiguen por pensar diferente, por profesar una religión distinta, por exhibir un color de piel inconveniente.

Nuestra añoranza, entonces, es en cierto aspecto un cuento que nos contamos una vez al año para sentirnos bien.

Por las mismas razones volvemos “a casa”. Los motivos son prácticos, inmediatos, no idealizados ni filosóficos.

En “El regreso a casa”, Susana Aurelia Preciado Jiménez dice que el motivo más común es que “ya es tiempo de hacerlo, ya he ahorrado lo suficiente para poder vivir allá”.

La añoranza por donde nacimos y crecimos es una herida compartida por todos los inmigrantes.

Los judíos, latinos o no, sentimos añoranza también por un país para muchos desconocido, Israel, por razones similares. El 3 de octubre, celebraremos Rosh Hashaná, el año nuevo hebreo, y diez días después, al término de Iom Kipur (el Día del Perdón), se nos hará un nudo en la garganta al desearnos mutuamente “el año que viene, en Jerusalén”, aunque sospechemos o sepamos fehacientemente que en un año más nos volveremos a encontrar, aquí, en Los Ángeles. Igual que todos.

¿O es un cuento?