En el parque del tiempo
Llevé a mi hijo menor al parque de la calle Hickory en Torrance. Siempre está muy limpio y genera una expectativa muy agradable de pasarla bien. Las dos bicicletas entraron a duras penas en el automóvil, aunque por lo que te voy a contar, solo el niño usó la suya, la nueva.
El parque es limpio y en esos días soleados de verano estaba bastante poblado de niños y padres. El domingo previo fuimos con toda la familia a San Pedro, en donde descubrimos la Campana de la Amistad con Corea, que haciendo frente al mar, tiene sus juegos de destreza: toboganes de madera sólida, barras paralelas, todas repletas de niños que empujan, excitados e impacientes. Este, el de Hickory, es en cambio reposado y rara vez se encuentra algo más que una madre solitaria, espiando sin mirar a su hija.
Esta vez había un grupo de niños de caras encendidas, mejillas sonrosadas, que corrían, brincaban, jugaban. Y en el medio del grupo, un viejo – ¿cuánto le daría? setenta, setenta y cinco – que los guiaba, los lideraba, los azuzaba, feliz, se hamacaba con ellos, se arrastraba por el pasto, se reía a carcajadas. Después de un rato, se calmó satisfecho y dejó que el corro de párvulos se deslizara y se desintegrara y reasumiese el cauce normal de sus vidas, volviendo a sus madres orientales, caucásicas, negras, hispanas. Se sentó en el extremo de un banco. Me senté en el otro extremo. Hice como que me ataba los cordones. Mi hijo, como vio que yo no me movía del lugar y que estaba pegado al banco, se puso a dar vueltas con su bicicleta en torno a nosotros. Dentro de este círculo me animé a hablarle.
Te ahorro los pormenores de la primera parte de la conversación. Sabes que no domino bien el inglés, y que por eso no lo hablo mucho, y que cuando lo hago elijo mis palabras cuidadosamente, y que trato de decir lo que quiero de la manera más exacta, y por lo tanto, desapasionada posible. Pero el candor de este señor disipó mis temores y fui yo, estoy casi seguro, quien inició la charla. Pronto admitió, y nos reimos, que para los demás él era un alterado, un anormal, y que sólo se sentía bien jugando con los niños. Me dijo entonces que era un veterano de Vietnam.
No puede ser, le dije. Usted quiere decir que estuvo en la Guerra Mundial.
“No”, contestó. “Yo estuve en Vietnam, y no fue hace tanto tiempo. ¡Si todavía no cumplí los cincuenta! Pero cualquiera diría que tengo setenta años, o más. Lo sé. El espejo me lo dice”.
Y, tú sabes, con esa modalidad tan característica de los norteamericanos, esa amabilidad que uno nunca termina de comprender si es auténtica o hipócrita, después de decirse las cosas más íntimas simplemente me agradeció efusivamente y se levantó para irse.
Pero estando él ya incorporado y a punto de esfumarse en la nada, mi hijo que seguía rodeándonos en círculo, gritó ¡papi, quién es este tío!, y él, viéndose objeto del interés del niño, se volvió a sentar en el mismo lugar sin que yo se lo pidiese:
“Es que estoy viviendo rápido. Estoy tratando de pasar por todas las etapas que me quedan para recuperar mi cuerpo. Vea, yo a usted no lo conozco. Nunca lo he visto en este parque y posiblemente nunca lo volveré a ver. No pierdo nada en contarle mi cuento. En realidad, el que pierde puede ser usted. Todo depende. Pero escuche.”
“Este Día de Acción de Gracias tuve la oportunidad de que me visitaran mis hijos, que están dispersos en tres estados. Dos viven en Boston. Otro en Red Oak, Missouri. Jamás he estado allí, ni he tenido necesidad de hacerlo, ni he visto el lugar en el mapa ni sabía que existiera a no ser porque mi hijo vive allí con su esposa y sus dos hijos. Yo no la conocía. Pero todos ellos decidieron visitarnos, más por reencontrarse entre sí y con el ambiente de su adolescencia que para verme a mí”.
“Y mi hijo, me conmovió la neutralidad con que la presentó. No dijo, papá, te presento a mi mujer, o a fulana, ni ¡querida, este es mi papá! ¿te acordás que te conté tanto de él? No dijo nada de eso y para ser honesto creo que no dijo absolutamente nada, pero ella era encantadora y pronto estábamos todos sumergidos en una conversación que tuvo momentos harto chispeantes y hasta vivificadores”.
“¡Bebieron demasiado!: mis hijos, mi mujer; hasta los pequeñines sorbieron de contrabando de vasitos de papel, algunas burbujas de cerveza para después salir corriendo con grititos de júbilo festejando su travesura. Me deleitaban los dos chiquillos, ¡tan especiales!, mis nietos que no conocía. El varón se parece a mí, en la aparente tranquilidad, el hábito serio de sus preguntas profundas, el desgarbo – no, no llega a ser torpeza – de sus miembros largos y delgados. La pelirroja es en cambio vivaracha, veloz, inesperada, única. Atravesó la sala de pared a pared, inquietó a la nanny y atrajo la atención. De modo que toda la familia, copa en mano y la mirada clavada en ella para no entrecruzarla con los ojos ajenos, se desplazaba en torno a la pelirroja. Y mientras tanto, hablábamos de mi edad. Estaba claro, era porque al diferenciarnos tanto ese tema nos unía, y nos estábamos dedicando a demostrarnos que tanta diferencia de edad no importaba.”
“Yo he tenido veintitrés años como tú”, le observé en voz alta, “y no fue hace tanto.” La mujer sonrió y al hacerlo su cara se iluminó como la de un ángel, sus mejillas rosadas se hincharon, las cejas se arquearon y sus ojos adquirieron una redondez brillante, oscura e inquietante. Para entonces las únicas luces venían de unas velas que mi esposa había encendido diligentemente y que a ella le daban un tinte misterioso.
El resto de la cena transcurrió como dicen volando. No recuerdo en qué momento se fueron a dormir, quizás porque algo del vapor alcohólico que flotaba hizo que las palabras fuesen más fluidas; los ojos me lagrimeaban con frecuencia y a mis espaldas mis riñones crujían y causaban un rictus idiota en mis labios. Y sus labios, ¿siempre fueron húmedos, carmesí, llenos, temblorosos, increíbles?
La noche entonces vaciló en cierto momento, suspendida en el globo azul de mis ilusiones.
La nanny apagaba las luces del campo de batalla abandonado por la pelirroja. Mi esposa, ya rígida, sopló velas, empujó bandejas y cojines y desapareció. Casi inmóvil, clavado en mi reclinable de plástico negro, yo escondía mis manos ignorantes bajo las ingles. Se acallaban los tintineos de las copas, los entrechoques de platos y tazas de té ya frío, el cuchicheo de mis familiares y hasta la música murió porque a nadie se le ocurrió cambiar el disco compacto. En mi campo de vista fueron desvaneciéndose las imágenes de mis seres queridos, tragados por la penumbra, balbuceando adioses y buenas noches apenas audibles, hasta que nos quedamos solos otra vez ella y yo.
Jugamos. Reconstruimos vivencias que ella jamás tuvo. Evitamos mirarnos; fuimos elusivos, ansiosos, expectantes. Pisamos el malezal que circunda mi casa, eché agua fría al calefón de la sauna que ya hierve y los dos, inmersos y solos y desnudos bajo las batas, el vapor abundante y benefactor, toalla al cuello, hablamos más.
Se sentó; mencionó con su acento rápido y sureño el timbre ronco e insinuante de su nombre. Una mano se deslizó sobre el mármol y rozó la otra y alguien pidió perdón sin retirarla.
Le conté de mi vida y me contó de mi misma vida; éramos ansiosos poseedores de las carreras fútiles de mi propia infancia, mi casa, mi madre severa, mi padre ausente. Mis tesoros mugrientos ahogándome en el lodo acumulado en largas caminatas forzadas y oscuras. Y el trabajo, el trabajo. El olvido de mis principios e ilusiones. Después un movimiento brusco descubrió la punta de sus senos que ascendían tras el vapor y la noche ya quebrada en mil pedazos.
Entonces, me levanté de un salto. Ella abrió los brazos y los míos se abrieron para darle cabida a mi corazón que saltaba como loco. Cerré los ojos para sumergirme en el cuello de mi nuera.
Pero en lugar de su torso manoteé el aire allí donde había estado su pecho. Caí a mis propios pies. Absorbí el vapor solitario y efímero. Abrí los ojos. Allí estaba todavía, tan despavorida como yo, sus manos que habían intentado rozar mi espalda descansaban en su propio puño inerte. Nos miramos y se inclinó para sostenerme, sujetarme, envolverme, protegerme, mas sus brazos flotaron inútilmente en el espacio que yo ocupaba. Y al querer probar su piel húmeda, sus ojos redondos y maravillosos, me revolqué en un estertor inútil y choqué estúpidamente contra la pared. ¿Dios, qué había pasado?
¿Quién reaccionó primero? Lloré, lamenté a gritos mi vejez prematura, mi masculinidad paralizada sin oportunidades ni promesas. Lloré ruidosamente, sin vergüenza y sin taparme la cara…
Ella, la divina, lanzó esa carcajada de alivio y diversión que todavía escucho; joven y graciosa cruzó las aguas atravesándome sin cuidado de mis náuseas, ignorándome como el humo molesto de otras memorias o el mero fruto de su disparatada imaginación. Con mano firme abrió la puerta de par en par y se fue, todavía riendo.
Y un chorro de viento frío disipó la neblina con un silbido y me balanceó blandamente en su regazo, sin cuerpo ni presencia ni ya nada para defender más que el dolor.”
Y mi hijo con su bicicleta seguía dando vueltas en torno nuestro, constante, inteligente, implacable.