El vencedor

En memoria de Itamar,
quien me ganó en chaquete
antes de morir

Avanzo porque me dijeron. Lentamente, la cabeza inclinada, el cuerpo contracturado y cubierto de polvo, un rictus que por instantes permite ver el rosado del labio y el blanco del diente. El viento esparce ondas de miedo por el desierto. Huimos. Tengo dos estrías amarillas en el lugar de los ojos. A mi derecha empujado por la arena, rueda un casco. Desde la primera explosión un silbido suena constante en mis oídos. Creo que estoy solo.
Paso del trote a la carrera. Cada pisada retumba por dentro. Desde dentro de mí oigo cómo respiro hondo. Me oigo gemir. A mi alrededor, la arena se levanta de pronto como empujada por finas agujas que empapadas, van cosiendo una mortaja en torno a mis pies.
Son las balas de una invisible ametralladora que ya ni oigo.
Corro hacia las leves dunas allí adelante. En la carrera se me desabrochó el cinturón. Ahora hay un vaivén, un balanceo como en los juegos del campamento juvenil: los bolsones me llevan de un lado para otro. En el intento de estabilizarme desvío la mirada de la colina de salvación y la clavo en el suelo. Inmediatamente tropiezo con un bulto que se esta revolcando.
En la caída me golpeo con el caño candente de mi fusil; se me abre un tajo en la frente. Me arden las manos. Pero logro avanzar como un reptil hasta un arbusto. Allí, al falso amparo de las ramas, me pego a la arena.
Los blindados llegaron adonde está el nuestro, detenido. Hacen fuego contra el cadáver de Moishe el conductor. Alguien desciende y arroja granadas de mano por la escotilla superior. Intenta ocultarse y espera el estallido para regresar a su blindado. Hay un resplandor y él se incorpora para volver.
Estoy a mitad del camino. Algunos de mis compañeros que lograron llegar a la anhelada colina hacen fuego y el que arrojó las granadas se retuerce y cae, no sé si para protegerse o porque fue herido. Transcurren pocos segundos y las municiones de nuestro semioruga comienzan a estallar. Por todas partes hay una inmensidad de arena, similar, inhóspita.
Nos descubren de nuevo. Dos de los blindados giran en noventa grados hacia la izquierda y se acercan velozmente. Ya no tengo por donde escapar. Mi cuerpo empapado ya no entiende.
En menos de una hora el resto de la columna enemiga conquistará fácilmente “Televisión”, nuestro campamento semiabandonado.

* * *

En aquel momento, en “Televisión”, Itamar lo ignoraba todo. Durante  los  siete días anteriores, bien  perceptible  la preocupación por la inminencia de la guerra, los oficiales habían sido convocados con gran urgencia, las líneas  telefónicas bloqueadas; ya nadie salía del campamento excepto las soldadas que no volvieron más.  La infantería se entrenaba día y noche en maniobras de cruce del Canal. Durante esos siete días Itamar y yo nos habíamos dedicado a jugar al shesh besh, el chaquete. Así nos encontraba a las tres de la mañana la guardia de relevo, los campanazos que indicaban una nueva ejercitación, los enfermos que acudían a nuestra clínica. Nos veían con los cuerpos enfrentados, sentados a horcajadas sobre un tronco, las cabezas inclinadas como en una reverencia árabe, las manos que asían los dados como en un severo ritual,  nos  oían  susurrar  pequeñas  palabras,  conjuros milagrosos, augurios de cifras y milagros, y se iban al cabo de unos minutos de entusiasmo y participación murmurando  quedo, protestando por lo bajo, deshilvanando su impotencia ante nuestra impunidad  de jugadores empedernidos con una  retahíla  de maldiciones, también en árabe.
Aunque el chaquete es un enfrentamiento entre dos, los espectadores participan en el juego de dados de manera más o menos activa, formando un regular corro de personas que recomienda a viva voz qué números deben salir en la próxima jugada, censura insolentemente cualquier error del perdedor y se deleita siempre con la victoria.
El vencedor jamás reconocerá que es un juego de azar: él podría decir lo mismo de cualquier otro; se necesita algo más, dirá, visión estratégica, buenos dados, una personalidad avasalladora. Estilo. El perdedor siempre lamentará aquel cinco-dos que le faltó para impedir que las fichas de su rival se replieguen hacia la base de éste, desde donde una vez reunidas todas, comenzar despiadada,  cruel, inhumanamente, a retirarlas del  juego, mientras que el perdedor, los ojos en blanco y la boca seca, intentará  infructuosamente conducir sus tropas hacia su propia base, para así salvarlas del peor de los destinos: que el enemigo retire todos sus soldados del tablero antes de que el derrotado reúna a los suyos, momento desgraciado en que el inmutable vencedor agregará dos puntos a los ya centenares que cada uno de nosotros dos se computó en aquellos días. Y entonces, un puño rabioso hacía estallar a veces el tablero, volar los dados malditos a los mil demonios y la tensión que ya se había estabilizado se perturbaba hasta el comienzo de la próxima partida.
Y el empate constante y maldito, el empate que nos impedía alejarnos uno del otro y declarar el torneo por terminado, el empate que prolongaba el juego inicialmente planificado para una o dos horas y que nos obligó a seguir jugando durante toda aquella noche y el próximo día y también el siguiente, en aquellas jornadas de preparativos bélicos, despedidas emotivas y  enceguecimiento paulatino de la razón, el empate nos había llevado al infierno sin interrupción de nuestra pugna.
Y cuando nos anunciaron que la batalla estaba por comenzar y que deberíamos interrumpir y partir inmediatamente al lugar del encuentro, Itamar corrió al blindado, se acurrucó en el rincón más protegido aferrando el tablero debajo del chaleco antibalas y se negó a moverse.
Por eso al terminar nuestros preparativos, ya cargadas las cartucheras y bebida el agua, cuando dispusieron que alguien debía quedarse para cuidar la enfermería mientras tanto, yo propuse que fuese Itamar, quien aliviado y con una sonrisa tierna saltó con su bulto del semioruga, descendió al bunker por las escaleras que lo llevarían a su muerte y todavía alcanzó a saludarnos con la mano mientras cruzábamos el portón.

* * *

Yo no tengo miedo. Todo es demasiado vertiginoso. Los dos blindados avanzan hacia mí; de uno de ellos nos localiza. Disparo ráfagas cortas con intervalos largos y acaricio con mi palma quemada la última granada de mano. El silbido en los oídos es ahora como el viento, como el ululante alarido de Itamar aplastado por el derrumbe de “Televisión”, como la estridencia de las balas a mi alrededor.
De pronto un trueno retumba en el cielo. Los tallos de nudosidades verde oscuro de la zarza, nerviosos y resistentes, son delgados hilos que dejan desnuda mi silueta corpulenta. La zarza es un refugio milagroso y aparente.
Los blindados se detienen. De ellos se levanta una enorme columna de humo y fuego. Se apaga el trueno celeste.
Maldigo en árabe. Mi puño rabioso pulveriza la arena, por fin, mi victoria.