El último ensayo de Florio Lukascewicz

“Los seres que habitan Vega quizás posean un cuerpo microscópico o inconmensurablemente gigantesco, con extremidades adiposas y prolongadas que les permitan el equilibrio,  consistencia espumosa,  tronco chato, una terminación superior con los órganos sensoriales,  un sistema de comunicación no vocal, una conciencia embotada o colectiva, o la permanente vigilia”.
Profesor F. Lukascewicz
‘Apuntes para un viaje a la estrella Vega’

La luz azul flotaba al final de la galería, silenciosa y gélida.  Las  sombras  desdibujaban  las  paredes.  Florio Lukascewicz, el astrónomo, percibió una fatiga que partía del brazo derecho, doblado y seco, de donde pendían en inertes números los resultados de un experimento más sobre la Estrella Prometida.
A los lados del corredor, las puertas ya estaban cerradas; quedaba la luz, azul, callada y húmeda: empapaba sus mejillas; lo obligaba a respirar hondo, el corazón bombeando furioso. Lukascewicz, sus delgadas fibras tiesas – verdaderos cables – penetró como un cuchillo en la sala y la tomó por asalto: estaba desierta. Avanzó todavía erguido y firme. Las cintas de las computadoras le hablaban proyectándose en las pantallas azules con cifras que morían sin dejar memoria.
Lukascewicz era el último de los astrónomos que había permanecido en su puesto,  y que aún pensaba, calculaba, planificaba, anhelaba un viaje a la estrella habitada. Un hilo conductor, una razón de seguir existiendo, animaba su obsesivo sueño, todos sus escritos:
“…El contacto directo con estos seres es el mayor reto para todos nosotros. Un desafío que nos guiña desde lo alto, como si fuese una hoja en blanco en donde podamos dibujar libremente con los lápices de colores que nos regalaron en el cumpleaños. Un arroyo turbulento que debemos cruzar saltando sobre las piedras resbalosas. El sondeo de un libro inextricable y largamente codiciado.”

***

El viejo obrero que cree ser Florio Lukascewicz cierra con fuerza el libro que estaba leyendo. El golpe resuena por toda la biblioteca. Algunos curiosos lo miran. Un grupo de estudiantes adolescentes cuchichea y una de ellas, sonriendo con benévolo reproche, se quita los anteojos, los restriega con el borde de su falda y se arrellana nuevamente en su sitio para enfrascarse decididamente en el texto. Lukascewicz se incorpora. Deja el libro en su lugar. El bibliotecario lo sigue hasta la puerta, familiar  e indulgente.  Enfundado en su abrigo, Lukascewicz llega a su casa caminando muy lento las siete cuadras de ruta cotidiana. Una llovizna persistente, fina y cristalina, le lava la cara, resbala por la piel rugosa sin lastimarle.
En casa dará cuerda a dos relojes. El escaso cabello blanco contrasta, pegado a su piel, con la tez curtida, la de un hombre que pasó mucho tiempo en el espacio abierto. Tendrá un sueño pesado en el que memorizará todos los cálculos y del que despertará a las cinco cuarenta y cinco de la mañana. Diez minutos después estar  mirando distraído una taza de café liviano, sin azúcar y sin leche. A las seis, el infaltable noticiero seguido por la oración del día al Altísimo. Es un instante de solemnidad; Lukascewicz, de pie, alisa su ropa, pasa los dedos por el cuero cabelludo, se reconcentra y recita la plegaria, murmurándola al unísono con el hombre que la está leyendo. Después apagará la radio. A las seis y veinticinco saldrá  de su casa y esperará al autobús. Su mano aferra un pequeño portafolio que ya no puede cerrar. A las siete menos diez minutos, luego de rodear los suburbios de la ciudad, el autobús lo dejará a doscientos metros de la fábrica. Ahora una pequeña presión está haciendo funcionar el reloj que testimonia el comienzo del día laboral (de noche, cuando el silencio cubría la primavera, podía escucharse el zumbido delas antenas que transmitían una y otra vez el interminable susurro). El rumor de las máquinas anuda las ideas y bloquea su camino lineal; finalmente burbujea perdiéndose para siempre; por las chimeneas, el humo se lo lleva más arriba. Las manos de Lukascewicz, grandes y callosas, se mueven solas, atan un cabo, quitan un hilo, aflojan nudos, todo seguido sin rapidez por sus ojos, azules y aún curiosos.  Durante el almuerzo, asiente distraído, intercambia sílabas clave con opacos compañeros. Conversan: el rumor humano cubre el ronroneo de las máquinas que esperan y el clamor de la cocina: hay algo sobre malos aires, una terrible tormenta con relámpagos fruto de nuestra propia creación, el mundo se viene abajo, cierto asesinato o suicidio, la verguenza de un amigo, el poder imbatible  de ciertas convicciones y por ende su infinita debilidad al desplomarse. Los precios de la Bolsa, la última derrota del equipo representativo de la ciudad. Lukascewicz, que a veces dice que sí y otras que no, aguarda tranquilo después de limpiar su plato con el pan. Cuando todos se incorporan, vuelve a sus hilos.
A las cuatro de la tarde deja el recinto principal y repite los pasos de los más veloces que ya llegaron al vestuario semiluminado. Allí se diluyen, se desintegran en un sólo molde de una masa gris vistiéndose. Esa mole gris cansada que añora un autobús que no llegue ni tarde ni repleto, mezcolanza de bigotes y gorras, blanco y negro, cobre y ébano y gris debajo del gris, se despoja de su forma humana para adquirir tentáculos largos y viscosos, una superficie adiposa con mil membranas, unos cuerpecillos rosados, blancos, morenos, que se visten, se agachan, se sientan y se estiran, para conformar, finalmente, un respetable grupo de vecinos y ciudadanos.
A la salida de la fábrica, con violencia, Lukascewicz casi grita cuando concentra su pensamiento en Vega.

***

“Entablar contacto con los seres del Universo o morir. O retirarse del escenario miserablemente. Estas son las alternativas que enfrenta hoy la Humanidad. El encuentro con los seres del nuevo mundo (las antenas larguísimas de la  estación  nuclear  de  observación,  apuntando permanentemente a Vega, emiten con desesperación en la longitud de onda del hidrógeno, el Código Universal y distintivo de la Vida) causará  una sacudida tal que cambiará irreversiblemente el curso de la historia. De una concepción centrada en el dios único que entronizamos y divinizamos por miedo a nuestro propio saber parcial e inmaduro, pasaremos a otro pensamiento poblado por los dioses de dos civilizaciones – de Vega y de la Tierra – básicamente diferentes para que las divinidades choquen y terminen destruyéndose mutuamente. El fin de las deidades será también el fin del reino de la abyección, del miedo y de la culpa.”
La idea lo invadía, lo obsesionaba día y noche, no admitía otra posibilidad que la urgencia del viaje.
Las antenas de la Tierra seguían enviando señales a los hijos del Universo. Pero Florio Lukascewicz, el astrónomo, callaba. Quizás su pensamiento había llegado, náufrago, casi inerte, a una conclusión errónea, a la costa equivocada. A un páramo inhóspito y nunca explorado. Podía ser incluso que llegó en su confusión a la playa de partida. O a un lugar nuevo. No podía saberlo.
Muchos años atrás, y el viento soplaba desde el mar, Lukascewicz, echado sobre la arena, contemplaba la caída de la noche y la aparición de los primeros puntos titilantes a los que saludaba familiarmente jugando con sus nombres. De su mente desaparecían entonces el mar, el viento, la arena y las voces cercanas. Sabía que aquellos que iban compareciendo a su llamado no eran puntos luminosos sino estrellas, astros enormes que regían el Universo. Olía el vacío y se acercaba vertiginosamente a su objetivo.
La luz callada golpeó su nuca, la espalda de su uniforme blanco. Todo el corredor del laboratorio lo despidió sin saludarlo. Iba desapareciendo el sonido de cintas de computadora como bramido de cetáceos.

***

Los sabados y domingos no trabaja, pero la biblioteca igual está cerrada. El viejo Lukascewicz toma entonces el autobús y pasea, sentado en la primera fila de asientos, haciendo como que maneja, sintiendo el hielo del viento cuando la puerta automática se abre y nuevos conglomerados arremeten contra el interior del vehículo. Espera pacientemente el final del recorrido, un terreno baldío lejano del centro de la ciudad en donde los conductores se detienen para refrescarse antes de iniciar una nueva vuelta. El viejo se aleja de allí unos metros; hay una roca que eligió hace mucho tiempo; desenvuelve de su portafolios inseparable una bolsa de plástico con la comida del día, cuidadosamente envuelta, se sienta y espera que caiga la noche. Entonces se deleita, la boca abierta de maravilla, con la aparición de las estrellas sobre el cielo claro. Finalmente la luz nocturna hace brillar su cara tosca, sus dientes cincelados, la profundidad de sus ojos acuosos.
A la vuelta el viejo Lukascewicz trata de entablar conversación con su compañero de asiento para comentarle los movimientos celestes, los cambios registrados en el firmamento, su opinión sobre el Universo. Hastiado al final de las miradas vidriosas y los susurros desconfiados, reclina su cabeza sobre la ventana del autobús para dormirse todo el resto del camino de regreso, hasta que el conductor le sacude el hombro para despertarlo y anunciarle que el viaje  había concluido.

***

¿Qué ha sucedido? ¿Por qué tantos siglos de aproximación y ningún indicio verdadero que quiebre  nuestra soledad? ¿Por qué las antenas, dirigidas con precisión absoluta, no recibieron jamás en retorno más que su propio eco?
“Porque los planetas nos ignoran. Nos han estado espiando a lo largo de milenios, estudiando nuestras almas desde sus mentes esponjosas y silíceas y llegaron a nuestras mismas revelaciones, concibieron  nuestras propias ideas, se incrustaron en nuestros más recónditos pensamientos y decidieron, quizás, no aceptarnos, excluirnos de su vista, hacernos invisibles.
“Pero somos un pueblo testarudo. Si ellos no vienen, iremos nosotros. Los encontraremos allí arriba; aterrizaremos allí, en Vega, entre vivas y aplausos, pañuelos y gorras al aire…
“¿Cómo lo haremos? ¿Qué tipo de tecnología nos permitirá el salto? …El encuentro de la materia con su negación, la antimateria, convertidos en combustible final, esto es lo que puede llevarnos a las estrellas… La antimateria, y del otro lado estoy yo, sólo que distinto, pienso ser otro yo, materia, conciencia. Todo lo que hay de este lado crece también del otro: el llanto de un niño que nunca llegó a su casa. La repetición del dolor por un amor perdido. El poder cuando se escala la roca más alta del horizonte, escarpada y peligrosa, contra la ventisca y el aguacero. La antimateria existe como contornos desdibujados y delicados, como sombras luminosas con movimiento propio. Por cada partícula de arena hay una partícula, un grano de anti arena que se extingue de inmediato. Por cada letra leída, otra que jamás será escrita. Por cada acto realizado hay un antiacto que es, naturalmente, lo mismo.
“Suponiendo una humanidad en poder de toda la tecnología, capaz de dominar la antimateria, se necesitarían todas las reservas del combustible final para llegar a Vega. Todos los recursos recónditos, ocultos, de la vida, al servicio del viaje, para poner al desnudo el germen mismo, la semilla subterránea y desatar reacciones que sólo ahora estudiamos.”
El profesor Florio Lukascewicz miró,  sólo ahora, los resultados del experimento sobre Vega que estaba esperando para conocer el comportamiento de la antimateria. Al leer e interpretar los números, capta el significado de los cálculos, comprende que las teorías no fueron en suma mucho más que una superchería, una especulación insensata, un jueguito de números como los de la escuela, un mal cuento de ciencia ficción en donde él y la ciencia toda habían invertido el siglo,  porque el viaje  era, ahora no podían caber más dudas, imposible, descabellado, tramposo y engañador y en fin destructivo para la humanidad, y lo invade una terrible lucidez. La línea básica de su vida se detuvo en aquel instante, y Lukascewicz miró alrededor, la vista nublada por el desencanto, por el desaliento, por las lágrimas ya, y divisó como a través de la lluvia, sólo luces azules lejanas y borrosas, porque él también capituló, se rindió, se retiró, renunció, no pudo quedarse más en ese edificio ya fantasma, consideró las diversas alternativas que le quedaban hasta su muerte, entiendió que estaba por ser un viejo, que iba a olvidar todos sus conocimientos en el próximo segundo y entrevió como detrás de una nube la imponente mole de una fábrica rodeada de verjas herrumbradas y torcidas.

***

Lukascewicz, pálido pero como siempre decidido, se detiene aquí para recordar que debe respirar hondo, aferrar fuertemente la pluma, olvidar su absoluta soledad, no fijarse en las miradas de las jóvenes que lo rodean, no saber quién es, en dónde, realmente, está, si en el laboratorio que alguna vez imaginó o en la biblioteca municipal que frecuenta casi todos los días, en donde las ventanas abiertas dejan entrar un frío que lo congela, y reune todas sus fuerzas, su memoria, en una última frase o un último acto de renuncia que lo resume todo, que lo dicta todo, que le dirá cuánto tiempo queda por delante y cuánto ya ha transcurrido, que lo obligue a pensar en lo absurdo de sus ideas, que lo concluya todo en fin cuando escribe, lee:
“Lamentablemente, cuando esa enorme cantidad de combustible estalle al mismo tiempo, en el preciso instante de producirse el despegue, descenderá sobre la Tierra una profusión tal de radiación que destruirá allí mismo toda forma de vida en nuestro planeta.”
“Es decir”, lee Lukascewicz, ahogándose y en voz alta, “que es imposible llegar de una estrella habitada a otra sin destruir a la primera. Todo intento de vencer el obstáculo de la lejanía está condenado a una muerte colectiva. La incógnita de la vida exterior no será respondida jamás y quedará viviendo del vacío perenne, de ondas electromagnéticas perdidas, para llegar en inmenso signo acusador hasta muy alto y desmoronarse sin remedio en miríadas de pequeñísimas estrellas aún sin nombre, sumándose al firmamento que está en realidad poblado, no por enormes cuerpos celestes, sino por lo que creíamos cuando éramos niños: el firmamento está constituido sólo por millones de pequeños puntos luminosos, resultantes inexplicables de nuestros signos de pregunta, estrellados y pulverizados all arriba, allá donde no hay nada más que ecos y lamentaciones infernales, nada más que un intenso frío y el oscuro, y una inexorable sentencia de muerte para quienes creían en el futuro.”
El viejo que se había soñado como Florio Lukascewicz, el gran científico, conoce estas frases de memoria de tanto leerlas. Cuidadosamente y ante la mirada grave e inexpresiva del Bibliotecario, practica con el lápiz bien afilado y una regla metálica una línea doble en el margen interior de la hoja del libro de memorias. Luego, apoyando un dedo grueso sobre el extremo superior de la línea, recorta y arranca la hoja. La dobla en cuatro partes iguales y la guarda pulcramente en el bolsillo de su antiguo abrigo. Sin decir palabra, recoge su portafolio y sale de la biblioteca para caminar las siete cuadras hasta su casa. Al dejar la puerta cerrada tras sus espaldas, lo envuelve un suspiro, total, acariciador, de arriba abajo.