El sueño del tigre

a Julio Cortázar

Lo despertó el zarpazo. Lacerante y cruel, el hilo de sangre que corrió por su espalda lo sacudió como una corriente  eléctri­ca.  Se revolcó en la cama. Abrió los ojos. Pretendió horadar  la oscuridad y distinguir las últimas luces de un barrio lánguido desde el séptimo piso. El resoplido de un animal, profundo y cercano, le heló la sangre. Paralizado, escuchó su propia voz gimiendo. Sintió una erección tremenda y agorera. El gruñido se acercó. Crecía. Quiso sumergirse. Se abandonó a la deriva. No sabía nadar. El tigre lo había seguido hasta el río caudaloso. Ambos resbalaron sobre las lajas. La fiera se le había echado encima. Lanzó un grito. Llegó hasta donde había dejado la linterna, sobre su mesa de luz, entre las revistas a medio hojear, en su habitación de toda la vida. Los ojos luminosos, el contacto con el pelamen duro, el salvaje olor a almizcle, lo enloquecieron de terror mudo y oprobioso. Desfallecía. Encendió la luz del dormitorio. La pared estaba salpicada con su propia sangre. Se aferró al resbaloso musgo del lecho fluvial que lo arrastraba. Hasta allí lo persiguió la bestia, ajena a sus manotazos desesperados, vivamente excitada por el sabor de la presa. El  tigre buscó la garganta. La selva se le echó encima con un cruji­do de muebles aplastados y sábanas rasgadas. En su último arranque vital, blandió el falo de alabastro, encandiló a la fiera; dejó de tragar agua, se sintió blandamente mecido por la corriente. El sabor del último estertor lo sumió en una piedad infinita, un sopor dulce, sorpresivo, curioso y pleno.