El padre de un policía me contesta
11/26/2006
Un amigo leyó mi columna de la semana pasada contra la excesiva violencia policial en Los Ángeles y organizó una reunión con el padre de un oficial, quien quería dar la versión de su hijo. El agente está sirviendo hace menos de cinco años, en una de las áreas más peligrosas de esta ciudad. Su punto de vista sobre el caldeado estado de ánimo, la incesante tensión y la solidaridad interna de los agentes merece atención.
Los policías de Los Ángeles, enfatiza el padre, se sienten acosados por una prensa y un público que los critican injustamente cuando sólo “sacan de circulación” a quienes constituyen un peligro social. Especialmente les amarga que sus críticos desconozcan totalmente el entorno en el que trabajan.
Mi interlocutor describió varios incidentes en el que su hijo estuvo implicado: fue agredido, su vida corrió peligro, debió hacer uso de la fuerza, salió ileso, todo para después ser investigado por la unidad de Asuntos Internos del arma. Se queja de ellos:
“Llegaron inmediatamente para investigarle y en lugar de averiguar si estaba entero, intentaron implicarlo en algo ilegal.”
Les quitan a los policías herramientas de trabajo necesarias, afirma el padre. Rechaza los alegatos contra el uso de la pistola eléctrica, el Taser, para aplicar leves descargas eléctricas. “Si no lo tuvieran, ni al pomo con gas de pimienta, ni al bastón, sólo les quedaría el revólver. ¿Eso es lo que quieren que use?”
Salen a relucir términos propios a los agentes del orden, maneras de pensar, sus imágenes del mundo: les es hostil. Es de “nosotros contra ellos”, los criminales, quienes si de descuidan un segundo pueden hasta matarlos. En ese yermo futurista, explica, los policías cuentan sólo con la protección y confianza de sus asociados, de su entorno más cercano. Las fuerzas vivas de la sociedad, activistas políticos, periodistas, y ciudadanos no son considerados aliados, sino una masa amorfa, pasiva, poco inteligente, que separa entre ellos y los criminales. Algunos de los ciudadanos son incluso, para ellos, delincuentes velados, lobos en piel de oveja. De allí su desconfianza visceral y que apelen a la violencia.
Esto es triste, porque en consecuencia, en zonas de alta criminalidad la población teme tanto a los delincuentes como a algunos policías.
Es lógico que los policías se sientan hermanados. Pero equivocan el objetivo. Su razón de existir no es garantizar su propia supervivencia, sino los derechos de quienes los contrataron: los contribuyentes, los funcionarios electos. De los más desprotegidos: los pobres, los desamparados. En una policía fuertemente militarizada como la de Los Ángeles y con sólo la cuarta parte de agentes que su similar de Nueva York, la mentalidad elitista, de estado de sitio, es un riesgo constante que la población no se puede permitir.
Junto con un sensible incremento en el número de agentes y el establecimiento de policía comunitaria, se impone un urgente cambio de cultura, abandonar la mentalidad militarizada impuesta desde 1950 por los jefes Parker, Davis y Gates, y hacer honor al lema “Proteger y Servir”.