El Arbol de la Vida
El árbol de la Vida se encuentra en el camino que serpentea hasta Alei, no lejos de Beirut, y pasa a pocos metros de la estatua de un prócer libanés que unas manos piadosas cubrieron con sábanas blancas y que nos vio ascender armados hasta los dientes.
Charcos y calles sinuosas de Alei, balcones altísimos, ojos en cada pared, un café que permanece abierto hasta la medianoche y en donde se comercian informaciones, armas y haschish en bolsitas de un kilo. Carteles del Ayatollah, música israelí melodiosa y melancólica, aunque parezca mentira hasta la cocacola es nacional; lo del ayatollah es peligroso y a veces los fieles se juntan alrededor del altoparlante del muacín y no dejan de gritar hasta que la guardia se apersona en el lugar con unos cuantos tiros al aire.
Nadie se percató de que el árbol de la vida estaba aquí precisamente, en el mejor lugar del mundo para esconder el paraíso.
Había otro árbol de la vida en una escuelita de campo. Todas las mañanas cuando mi abuela me llevaba a aprender las primeras letras, nos deteníamos frente a él y ella me transmitía con la voz que tan bien recuerdo las enseñanzas de los primeros hombres del mundo.
Como todos los soldados de todas las naciones conquisté el árbol. Mordí su fruto.
Aquella misma noche nuestro blindado recibió un balazo desde la oscuridad anónima. El tiro dio en una de las puertas y resonó por dentro como un campanazo de iglesia. Frank Gambell, el sargento, estaba al mando erguido como el mástil de una bandera, sin percatarse de nada, enfundado en una frazada gris como su alma. El conductor se asustó; casi se había dormido y estrelló el semioruga contra la pared de una casa. Hubo muchos ladridos y el grito de una niña que lloraba en árabe pero no divisé nada. Yo estaba en mi lugar de siempre en la parte trasera del blindado, oteando la retaguardia y tratando de atajar el fusil que se me deslizaba al suelo, cuando el impacto me llevó lejos.
Frank ahora es una fiera. Desenfunda el revólver. Me ordena: “Fuego en trescientos sesenta grados”, como dicen las órdenes de rutina aunque nos matemos los unos a los otros girando como trompos mortíferos. Tengo que sacudirme, despertarme de una vez y hacer fuego contra aquellas paredes oscuras de donde ví el destello para que Frankestein no se enoje. La cabeza del conductor está inclinada. Frank, encantado por la aventura; relucen sus ojos fríos como charco de batracios; no olvides la clase de cómo atacar cuando te sorprenden con una emboscada. Rápido rápido, dice Frank. Pero, si estoy buscando un lugar donde apoyarme, trato de amartillar el fusil, no ves que voy jalando con todas mis fuerzas de la palanca, el fusil se atascó, me olvidé adentro un trapo que tenía colocado para evitar que se introdujera polvo y arena y que me lo ensuciara, se me atascó el cargador y ahora no dispara, si se dan cuenta me matan. Frank deja de tirar con el revólver porque los ladridos de los perros tapan el ruido de sus disparos y él quiere oírse; ahora me revienta los tímpanos con la ametralladora punto tres, ojalá que vengan pronto a rescatarnos así Frank se deja de jugar no quiero ni mirar. En las terrazas alguien grita y yo no me puedo mover. Tengo que desarmar todo el fusil para que sirva, por qué sangra la cabeza del conductor en regueros finitos, no se da cuenta de que se le va la vida por esos hilos y trata de encender el motor. El blindado pega un salto formidable, Frank que no estaba bien apoyado se me cae encima; yo ya había logrado desarmar el fusil en seis y caigo, los intestinos del arma se me escapan de la mano catapultados por el empujón descomunal de Frank, en la oscuridad desaparecen fuera del blindado que comienza a retroceder muy despacio y los destroza como a un escarabajo. El motor del blindado tose y se apaga otra vez. Reina absoluto silencio.
Frank queda sin respiración, a lo lejos se oyen gritos, alguien sigue llorando en árabe, un vidrio se rompe y pasos se acercan. Se acercan y la mano de Frankestein como una tenaza en mi mano, aquí están. Llegaron.
Manos misteriosas rodean el blindado. Manos transparentes empujan el blindado a un costado del camino. Manos poderosas extraen al conductor de su asiento y lo acuestan amorosamente en una camilla para llevárselo a la negrura de la noche, manos oscuras nos señalan con severidad; y yo estoy desarmado, Frank no logra enderezar la ametralladora y maldice en inglés; los perros callan y la niña que lloraba mira con ojos curiosos el milagro; ellos no hablan y nosotros tenemos las cuerdas vocales tan tirantes que sólo emitimos ronquidos inhumanos. Son los del Árbol.
Aquí el enemigo nunca se anuncia. No es explícito. Siempre se envía a través de un emisario, de un mandadero: balas en la oscuridad, alguna granada de mano que cae desde un lugar ya olvidado, voces que gritan en la red de comunicaciones, un avión que muere en el aire.
El enemigo es un dolor adentro que llevamos doblado entre la tarjeta de identidad y el miedo y que nos expulsa del paraíso porque hemos mordido el fruto prohibido.
Las manos angélicas, diabólicas, nos rozan, delicadamente, nos cubren.